Thursday, April 21, 2005

La pérdida

Por: Armando Álvarez Bravo



Siempre lo había dicho. El día en que algo de lo que hay en esta casa salga de ella, ya no valdrá la pena vivir. Todo se habrá perdido. Su insólita y final afirmación no era producto de su edad. Los años nada tenían que ver con ella. Desde que tuvo uso de razón y comenzó a apreciar los muebles, los adornos, los cuadros, las esculturas, las cristalerías, las porcelanas, las vajillas y las exquisitas piezas de toda naturaleza que colmaban la vieja mansión vedadense que siempre había sido su hogar, supo que la singular belleza y excepcionalidad de aquellos tesoros acumulados por su familia desde el pasado siglo, constituían la razón de su existencia. Allí, entre aquellas gruesas paredes y tras los ventanales franceses protegidos por elaboradas rejas que se abrían sobre el denso jardín, se había integrado un museo tan fantástico como ideal e insólito, en que coincidían y se armonizaban, junto a exponentes excepcionales del refinamiento criollo y piezas únicas de las más depuradas expresiones de la creación colonial hispanoamericana, las más delicadas manifestaciones del arte y la artesanía europeas. No faltaban, agregando su prodigio a la totalidad, ejemplos deslumbrantes del arte del asiático. El crecer rodeado por estas maravillas determinó su existencia. Así, desde muy niño prefirió el indefinible placer que le deparaba la contemplación, cuidado y estudio de aquellos bienes en la rica biblioteca familiar, a los juegos a los que se entregaban sus compañeros de colegio. Al ingresar en la universidad ya convertido en un notable anticuario, y contrario a lo que podría suponerse, no eligió una carrera centrada en las artes, sino el Derecho. Se graduó con todos los honores y, de inmediato, comenzó a ejercer exitosamente su profesión en uno de los mejores bufetes de la capital, del que no tardaría en convertirse en socio. Cinco años después de graduado, ganó por oposición una cátedra en su facultad. Su intensa y exigente actividad no mermó en nada su pasión por las antigüedades. Por el contrario, las generosas entradas que ésta le proporcionaba le sirvieron para aumentar sus colecciones con piezas compradas en sus viajes a Europa, los Estados Unidos y algunos países latinoamericanos, su asistencia a subastas internacionales, y sus frecuentes recorridos sabatinos por las penumbrosas y colmadas casas de antigüedades de La Habana. Su posición le imponía ciertos compromisos sociales. Los llevaba a cabo con verdadero estilo, pero evitaba los no esenciales para poder dedicar el mayor tiempo posible al disfrute y cuidado del mundo maravilloso que se multiplicaba en su residencia y siempre deslumbraba a los visitantes. Compartía ese espacio encantado con su madre y su hermana. Eran ellas las que con sus cotidianos y delicados cuidados mantenían resplandeciente aquel increíble patrimonio. Ni su hermana ni él se casaron. En un principio, en el ambiente social en que se movían, ese hecho causó un natural asombro. Ambos eran unos prospectos ideales para constituir un hogar y una familia con todas las de la ley. Con el paso de los años, su soltería se aceptó como parte del orden natural de las cosas. Aunque en su caso, no se le dejó de considerar por algunos como algo excéntrico. Otros, le atribuían una vida secreta. Tal combinación ofreció un recurrente tema de conversación a su círculo y, en ocasiones, lo trascendió. En esto tan sólo lo igualaba uno de sus mejores amigos: un soltero oculista, astrónomo y filatélico de primera categoría. La muerte de su madre fue un golpe terrible para ambos. Mitigaron su ausencia irreparable perseverando en su diáfana devoción por los bienes que habían alegrado su vida volcada en la familia y la belleza. Un singular detalle ilustra ese culto filial. Siempre en la íntima cena nocturna se dispuso su puesto en la regia mesa. También, diariamente se renovaban las flores en el suntuoso altar de maderas preciosas cubanas que tenía en su habitación. Ante este venerable y prodigiosamente ornamentado mueble, postrados en su amplio reclinatorio forrado en piel, habían prodigado sus devociones, gratitudes y peticiones varias generaciones de la familia desde sus fundadoras raíces trinitarias. Señoreaba el altar una más que centenaria imagen de la Virgen del Carmen, ejecutada en madera policromada por exquisitos artífices andaluces. Hombre tan responsablemente meticuloso en el cumplimientos de sus obligaciones, como piadoso sin estridencias por convicción y tradición, cuando se retiraba cada noche tras haber dispuesto los asuntos prioritarios del día siguiente y haberse volcado sobre una pieza o entregado a dar una nueva fisonomía al ordenamiento de las que proliferaban en las vitrinas, esquineros, pedestales, mesas y canastilleros, sus oraciones eran una final declaración de gratitud por las gracias recibidas, la fija armonía de su vida y la incalculable dádiva de las maravillas que lo rodeaban. De igual manera, muy consciente de sus dones, siempre rogaba a la Divina Misericordia por aquellos que no eran tan afortunados como él y por las almas de los tantos que no tenían a nadie que rezara por ellos, que es algo que muchos olvidan. Por muchos años, su vida discurrió con la precisión de las mareas. No faltaron en ese decursar inevitables golpes e inquietudes, que son una pisada en el corazón. Pero siempre halló alivio a la adversidad en el acogedor abrigo de la casa y sus múltiples prodigios. El mundo puede ser hostil cuando uno cree que es inexorable. Pero él jamás dudó que podía hacia frente a los problemas, si accedía sin peros a otro universo, a una intimidad y una plenitud al margen del tiempo y las cosas tremendas de la realidad. Para ello bastaba traspasar el umbral de grandes y recias puertas dobles que guardaba la inocencia de la infancia en la eternidad de la belleza única y excepcional a la que se abrieron sus ojos, allí donde la maravilla tenía tanto de evidencia como de encantamiento. La casa en lo alto de El Vedado. Su abrigo, su hogar, su museo prefigurando el paraíso. Cuando la situación política del país comenzó a deteriorarse, coincidiendo con una época de gran desarrollo y bonanza económica, pensó como su familia, sus socios, sus colegas y muchos de sus clientes y amigos, que aquella crisis era transitoria. Cuando en la noche de San Silvestre cayó el gobierno y los revolucionarios tomaron el poder, en su círculo se consideró de igual manera que la vida nacional, a pesar de los reclamos de cambios radicales en la mecánica social, política y económica del país que anunciaban los vencedores, no tardaría en volver a la normalidad tan pronto como estos le tomaran el gusto al poder y sus complacencias. El gusto por el poder de los nuevos mandarines se hizo evidente de inmediato. Pero llevó aparejado un baño de sangre y el que se llenaran las prisiones, que no tardaron en ser insuficientes. También, el incremento de una represión de estirpe asiática que coincidió con la arbitraria nacionalización de la empresa privada y otras medidas draconianas que dieron un vuelco radical al desenvolvimiento que había presidido sus vidas. Sus cuentas bancarias y otros intereses e inversiones que le aseguraban una existencia desahogada, pasaron a las insaciables arcas del régimen. Aquellos que en desacuerdo con el nuevo ordenamiento optaban por marcharse del país, acababan por perderlo todo. Cuando cerraron su bufete, casi coincidiendo con la renuncia a su cátedra, que presentó en rechazo a los nuevos programas y gobierno universitarios de raíz estalinista, sus socios se exiliaron, sin comprender cómo él podía asumir el riesgo de permanecer. Fueron otros más en el incesante éxodo al que el régimen totalitario no tardó en imponer ominosas condiciones y negar reiteradamente. Su decisión de quedarse estuvo determinada por dos razones fundamentales. La primera era que no creía que aquella situación podía sostenerse, para empezar porque los americanos no lo permitirían por su peligrosa cercanía a su territorio, la incautación de sus propiedades, la pérdida de su influencia y la entrega del país a los dictados del bloque comunista en plena Guerra Fría. La segunda, su final rechazo a abandonar su casa y sus preciosos bienes, cuyo destino último, un museo, su hermana y él habían dispuesto y asegurado con una generosa dotación. No podía dejar que el régimen se hiciera de tanta maravilla, lo que equivalía a su destrucción y dispersión. Sentía que era su deber definitivo estar entre sus cosas, aún en las más adversas y antagónicas condiciones, para preservarlas intactas hasta que la libertad y la legalidad volviesen al país. Fueron muchos los que consideraron que su decisión era una locura. Propuso a su hermana que se marchase hasta que todo retornara a la normalidad. Contaba con el suficiente dinero en el exterior para que ella se instalase en los Estados Unidos o en Europa hasta que pasase el temporal. Su hermana se negó. No quería dejarlo solo y se sentía igualmente responsable de lo que llamaba sus juguetes. Su decisión fue igualmente considerada como una locura por sus allegados y amigos ya exiliados o en vías de abandonar el país. Sus vidas dieron un vuelco. Este fue, de alguna manera, más violento para él que para su hermana, porque ella siempre había estado en la casa y cumplido sin sobresaltos un amable ritual doméstico y social, en tanto que él había compartido su pasión por las antigüedades con las exigencias de su profesión, la enseñanza, los negocios y sus diversos compromisos sociales. El súbito cambio lo afectó con sus violentas exigencias, pero la forzosa reorganización de su vida en torno a lo que era lo esencial a su existencia, facilitó su obligada adaptación. Unos pocos amigos, contra toda lógica y presiones, también habían decidido quedarse. Esto hizo que, a medida que aumentaban las dificultades y el encarar los problemas que proliferaban en la cotidianidad se hacía más oneroso en todos los órdenes, las amistades se estrecharan aún más. Constituían un cerrado y extraño círculo de inermes supervivientes que se empeñaban en mantener un estilo y la imagen de un ayer arrasado. Su gran escape lo tenía los sábados. Ese día iba a casa de un amigo diplomático que, como él, se había atrincherado en su casa llena de libros en las afueras. Allí, se reunía un reducido y hermético grupo de viejos amigos. Su conversación fluctuaba entre el comentario sobre los últimos acontecimientos, la especulación sobre las posibles salidas al problema nacional, las dificultades a las que habían tenido que hacer frente esa semana, la evocación del pasado y los ausentes, y la discusión histórica. Salía de aquellos encuentros, cuya realización se dificultaba cada vez más por problemas de transporte, con una ilusión de normalidad que no tardaba en desvanecerse. Muchas veces se dijo a sí mismo que los que integraban ese grupo eran fantasmas encandilados por sus propias fantasmagorías y el peso de una realidad implacable. La escasez se impuso vertiginosamente en sus vidas. La mitigaba adquiriendo lo que necesitaban en el mercado negro. Esa riesgosa solución clandestina no siempre era factible. Por una parte, los suministradores carecían cada vez con más frecuencia de los bienes imprescindibles, lo que incrementaba su ya elevado costo, y por otra, los controles policiales eran más estrictos. Ese inexorable estilo de vida repercutía en la ceñida economía de los que la llevaban, aunque sus gastos básicos se concretaran a la adquisición de alimentos y de alguna que otra cosa imprescindible al desenvolvimiento doméstico. Dos veces o tres veces a la semana, una vez que había obtenido el codiciado turno de acceso, bien tras hacer una interminable cola o comprarlo, su hermana y él iban a comer con algunos amigos el estricto menú que ofrecían los mermados restaurantes capitalinos. Otro hecho aumentó su abatimiento. Observó con dolor y tristeza crecientes como eran cada vez más los integrantes de su círculo que se sostenían vendiendo piezas preciosas de su patrimonio. Muchos, que ya no soportaban más los asfixiantes rigores que pesaban sobre ellos, se reducían o procuraban la salida del país, ofreciendo sin peros sus residencias y bienes a altos funcionarios y organismos del régimen. Eran inermes víctimas otra vez. Ahora del saqueo que llevaba a cabo una nueva clase a la que obsesionaba poseer unos lujos que eran el emblema de un pasado que condenaban los poderes totalitarios que sustentaban. Cuando murió la vieja sirvienta que había compartido sus vidas y que sepultaron con dolor en el panteón familiar, se vieron precisados a hacerse cargo de todos los quehaceres. El esfuerzo fue muy oneroso, aunque contaban con una asistenta que venía dos o tres veces por semana a ayudarlos y que demandaba de ellos una constante supervisión para evitar que rompiese sus más frágiles piezas. Así, tanto él como su hermana tuvieron que hacer frente a una frustrante y demoledora rutina que consumía agotadora gran parte del día en interminables colas para obtener, si llegaban, las paupérrimas cuotas de alimentos. Cada día que pasaba, la calidad de sus vidas se degradaba más a pesar de sus esfuerzos por mantener el pudor y la integridad de un estilo. Esa disminución no dependía estrictamente de la falta de bienes de consumo ni de aquello imprescindible para mantener la casa y satisfacer necesidades de toda índole, ahora un verdadero lujo. A ese angustioso agobio se sumaba inflexible e inexorable el agresivo antagonismo del régimen hacia aquellos que no se doblegaban a sus designios. Sujeto a esa vida en crítico estado de sitio, tan sólo encontraba un precario respiro en su asistencia a la iglesia, las cada vez más distanciadas visitas y la dedicación, venciendo el agotamiento tenaz, al cuidado de sus antigüedades. La salud de ambos se resintió y su atención demandó nuevos esfuerzos. Ese desgaste, precipitado por la edad, las preocupaciones, el sufrimiento y los muchos años de ingratos esfuerzos, sobresaltos y carestías, precipitaron la enfermedad de su hermana. Falleció al cabo de cuatro agónicos meses en que él hizo lo imposible para contrarrestar la deficitaria atención médica y hospitalaria a la que se vio sometida. Tras el sepelio, rechazó con gratitud y delicadeza la oferta de compañía que, para ayudarlo a sobrellevar los primeros momentos de la pérdida, le ofrecieron. No quería abrumar a nadie con su dolor y, por otra parte, no era capaz de imponer a la solidaridad entrañable, una carga más en medio de la crítica situación imperante. Ahora, su vacía casa era más honda y reinaba en ella un silencio unánime. Estaba definitivamente solo. Algunos de los pocos íntimos que le quedaban y sabían que disponía en el extranjero de lo suficiente para pasar de una manera más amable los últimos años de su vida, le aconsejaron que se marchara. Le aseguraron que cuando planteara su deseo de irse del país a los funcionarios y los organismos que rondaban con avidez su casa llena de prodigios, todo se le viabilizaría. Que no tendría que padecer las demoledoras agonías derivadas de esa decisión. A pesar de la lógica de tales razonamientos, no se sentía capaz de abandonar el colmado recinto en que había transcurrido toda su vida. Su soledad hizo más ardua aún su existencia. Para mitigarla se dedicó a la confección de un pormenorizado catálogo de sus antigüedades. Era una labor tan inmensa como compleja, pero al concentrarse en su ejecución, llegaba a un estado tal de concentración que olvidaba la hostilidad y el rigor en que vivía sumido. Así, perdió cuenta del paso del tiempo. Sin embargo, los crecientes e inevitables embates a que estaba sometida su existencia hicieron mella en su salud. Comenzó por experimentar un tenaz decaimiento físico. La ceñida dieta impuesta por el racionamiento y las comidas que ocasionalmente podía hacer en un restaurante siempre le sentaban mal. Se dio cuenta de su pérdida de peso por la ropa, que ahora parecía colgar de su cuerpo. Su piel adquirió un color enfermizo. Las náuseas y los vómitos aumentaron su frecuencia. Recurrió inútilmente a remedios a su alcance. Cuando su malestar se hizo intolerable, visitó a un médico amigo y contertulio sabatino que atendió a su madre y su hermana. Gracias a sus contactos, éste logró que le hiciesen una serie de investigaciones reservadas a los privilegiados del régimen. El diagnóstico fue terminante. Tenía cirrosis. No viviría más de dos meses. Preguntó al médico qué tiempo demoraría en quedar incapacitado por la enfermedad. Este le respondió que escasamente unas cuatro o cinco semanas. ¿El dolor?, preguntó entonces. Llegará un momento en que no podrá evitarse por falta de las drogas, tratamientos y medicamentos adecuados, fue la respuesta. Tras despedirse al cabo de un minucioso diálogo sobre su estado y su inevitable evolución, se encaminó a la iglesia y se sentó solitario en un banco apartado. Apenas pudo rezar. Al regreso a su casa, abrió una botella de coñac y comenzó a beber a pesar de que sabía le haría daño. El malestar que experimentó le impidió terminar la segunda copa. Tomó un fuerte analgésico y cuando sintió cierto alivio, se puso a examinar sus piezas favoritas. En la madrugada, el voraz incendio y el atronador despliegue de los bomberos y la policía despertó al barrio. Nada quedó de la casa ni de las maravillas que albergó. Cuando los equipos de rescate pudieron finalmente acceder al interior de la residencia, hallaron su cuerpo calcinado en el despacho y determinaron que el incendio había sido intencional. El médico, el diplomático y aquel otro excéntrico amigo oculista, astrónomo y filatélico, recordaron sobrecogidos que él había asegurado que si algo tenía que salir de aquella casa, no valdría la pena vivir. Ninguno lo juzgó.


5 Comments:

Blogger Roberto Iza Valdés said...

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9:20 AM  
Blogger Roberto Iza Valdés said...

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7:18 PM  
Blogger Roberto Iza Valdés said...

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11:28 AM  
Blogger Roberto Iza Valdés said...

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9:20 AM  
Blogger Unknown said...

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8:25 PM  

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