Thursday, April 21, 2005

Sesión doble

Por: María Dubón



Eran cerca de las tres de la madrugada, el the end acostumbrado anunciaba el final de la película subida de tono, por no decir abiertamente pornográfica, que estaba viendo en la televisión. La protagonista, una mujer despampanante, de esas que arrebatan los sentidos con su sensualidad refinada y exquisita, mi prototipo ideal de diosa del amor, se había paseado por la pantalla ligera de ropa, en cueros, imponente, y el actor principal, aunque en el cine todo sea ficticio, se la había beneficiado con absoluta veracidad.

Recordando la armonía de aquella figura, los perfectos pechos siliconados, los cabellos dorados y luminosos, la seductora sonrisa carmesí de la actriz, me fui al lecho conyugal donde dormía Alicia. Durante la cena habíamos mantenido una de nuestras habituales peleas de matrimonio que acarrea una década de vínculo a sus espaldas. Alicia me había lanzado su lista de agravios recriminándome severa por llegar tarde del despacho, por no haber encontrado el momento de reparar la lámpara de la mesilla estropeada desde hacía varios meses, por no llevarla nunca a ningún sitio, por no dedicarles el tiempo suficiente a nuestros tres hijos, por no colaborar en las labores del hogar, por negarme sistemáticamente a visitar a sus padres... Yo la había dejado explayarse a sus anchas, en parte porque la mayoría de sus acusaciones eran ciertas, en parte porque sus reivindicaciones eran justas y en parte porque la conocía, y sabía que si replicaba, estaría perdido. Así que en estos casos, y en otros parecidos, daba la callada por respuesta a sus imputaciones, y esto producía en ella una sensación de victoria que le permitía salvar el orgullo y me concedía a mí un respiro hasta la siguiente refriega.

Me acosté pegado a la espalda de Alicia, que vestida con su camisón de franela rosa era el antídoto de la lujuria, pero que todavía conservaba el poder de excitarme. Le coloqué una mano en los pechos y ella se revolvió en sueños. Aquellos pechos poco o nada tenían que ver con los que acababa de admirar, redondos, turgentes, irresistibles; los que abarcaba con mi mano eran otra cosa, ni punto de comparación, pero eran unos pechos al fin y al cabo y su principal virtud radicaba en estar ahí, asequibles.

-¿Qué hora es? -murmuró Alicia adormilada.

-Las tres -respondí- Me vuelves loco -mentí con descaro mientras le acariciaba las caderas a través de la tela.

-Es tarde, vamos a dormir -contestó ella sin darle importancia a mi deseo.

Pero yo no tenía ni pizca de sueño, de manera que introduje la mano por debajo de la franela y recorrí ansioso los muslos con sus incipientes cartucheras, el vientre ligeramente abombado, subí hasta los pechos algo caídos, aunque todavía en su sitio.

-Déjame -gruñó Alicia.

Recordé la escena álgida de la película, en la que los protagonistas consuman su amor en un garaje, dentro del coche. Vi a la rubia desprendiéndose de su tanga rojo, levantándose la falda hasta la cintura, mostrando sus deliciosas nalgas prietas, su vello púbico de oro; a aquel elegido de la fortuna metiendo sus dedos golosos en el sexo mojado y hambriento de la mujer.

Me colé dentro de las bragas de Alicia, hacía un calor deliciosamente tibio, recorrí con suaves movimientos circulares cada una de sus nalgas y pasé un dedo por el canal que las separaba.

-¿Qué te pasa? -protestó.

¿Acaso no era evidente lo que me ocurría? Diez años compartiendo cama y aún necesitaba explicaciones. ¿Es que no percibía la rigidez de mi miembro apretado contra su carne? ¿Hacía falta un certificado notarial para convencerla de mis intenciones?

Lejos de desanimarme, su apatía me encendió más.

La rubia abría las piernas para facilitar las caricias, la fricción del clítoris, y le bajaba la cremallera del pantalón a su pareja para extraerle la verga, se colocaba a horcajadas sobre sus piernas y frotaba el sexo con el suyo.

Alicia no se movió para allanarme el camino, tampoco puso demasiados impedimentos. Me aventuré por su región selvática y encontré la oculta gruta del placer húmeda y acogedora.

-Quiero dormir -manifestó Alicia.

Y como en tantas ocasiones, no le hice el menor caso.

La rubia también había dudado, en el último instante estuvo a punto de arrepentirse, pero las hábiles manipulaciones del galán la persuadieron de inmediato y fue ella la que dirigió el cotarro escogiendo el ritmo, la manera de hacerlo. Aplastaba los labios de su vagina en el prepucio del otro, dejaba que introdujera apenas unos centímetros dentro de ella y luego, malvada y lasciva, se retiraba. El hombre imploraba que le permitiese la entrada, pero ella disfrutaba resistiéndose a la tentación.

-Pues ponte hacia arriba y duerme -le pedí a Alicia.

Ella obedeció resignada, como si correspondiese a un favor que me debía, para que la dejase en paz.

La rubia se desabotonó la blusa y el hombre le arrebató el sujetador para perderse en la esférica tibieza de unos pechos gloriosos, hechos a la medida de cualquier exigencia varonil. Lamía, chupaba, succionaba aquellos pezones maquillados igual que fresones maduros. Quién fuese él, el dichoso mortal capaz de mamar el delicioso néctar del amor en unos cántaros de fina porcelana. Ella volvía a meterse un pedazo de verga un poco mayor, la absorbía con sus labios y la desterraba fuera. El sádico juego se demoró hasta que el pobre hombre jadeó frenético.

-Por favor, por favor, déjame entrar -le suplicaba a la rubia al borde del paroxismo.

Ella, inclemente, prolongó su tortura al máximo y aprovechó el último contacto para provocarse el éxtasis con aquella enloquecedora masturbación, él la acompañó en sus sacudidas espasmódicas y explotó. En un primer plano quedaron recogidas las sucesivas descargas de semen.

-¿Terminas ya? -me interrumpió Alicia.

Le subí el camisón por encima de los pechos. Le quité las bragas, no consintió que le besara la boca y apretó los labios para impedirlo.

-Podrías poner algo de tu parte ¿no? -le sugerí en vano.


Me esforcé por despertar sus instintos, su afecto, pero ella no demostraba ninguna emoción. Le dediqué las mejores flores que se me ocurrieron para regalar sus oídos. La acaricié entera aguardando una reacción positiva. Alicia continuaba ausente. Mi mano se arriesgó en su sexo grande y dilatado, lo recorrí lentamente de abajo arriba, cuando alcancé el clítoris, me apartó la mano con rudeza.

-Sigue durmiendo -mascullé enfadado.

Le coloqué la ropa en su lugar, la dejé tapada y regresé a la sala malhumorado. Justo al encender el televisor, aparecían los créditos de una nueva película: "Chochos ardientes". El título lo revelaba todo acerca de su contenido. Un vendedor de seguros llama a una puerta, la señora de la casa abre, es una mujer de mediana edad, corriente, casi vulgar, viste una bata acolchada que le llega a los pies; deja entrar al hombre para que le explique los beneficios de un seguro de vida y enseguida van al asunto.

Están los dos de pie, junto a la mesa del comedor, el agente de seguros ha sacado una calculadora y un bloc donde anota tarifas, con la mano libre rodea a la mujer por la cintura, ella se inclina haciendo ver que presta atención a los números y le ofrece su trasero amplio y fuerte. El hombre le remanga la bata y le mete mano directamente, le palpa el trasero, le baja las bragas hasta los tobillos y le recorre las piernas. Ella finge que no se entera, pero cuando sus dedos aprisionan el botón del gozo, empieza a gemir y restriega el culo en los pantalones del asegurador, que se olvida de las cifras para desabrochase la bragueta y quitarse los calzoncillos.

La mujer se desprende con urgencia de la bata y su cuerpo se desparrama por la mesa. "Fóllame", le exige abriéndose de piernas, y nosotros masajeamos sus pechos blancos y abundantes; su sexo jugoso se nos ofrece con generosidad, con la punta del glande repasamos sus labios presionando el clítoris erecto y nos sumergimos en las profundidades de un océano de placer decididos, precisos. A cada embestida se derraman sus fluidos que rebosan resbalando por sus carnes lechosas. Gime. Chilla. Reclama más. Aumentamos la fuerza de las arremetidas y ella nos atrae con furia por las caderas provocando que la penetración le alcance la matriz. No nos concede tregua. "Así, hazme daño". Imposible contenerse. Sus piernas sólidas se enroscan alrededor de nuestra cintura y la verga desliza su pétrea dureza entre una cascada de flujo, dentro y fuera con certera precisión, a cada envite los testículos chocan con su clítoris. "¡Oh, eres un auténtico semental! Te siento como un martillo. Lléname de ti". Complacemos sus demandas con una abundante eyaculación que la desborda. "Dame más. Dame más. Tú puedes", jadea suplicante al borde del clímax.
Pero yo no resisto, estoy exhausto, así que delego en el agente de seguros para que complazca su ninfomaníaca avidez. Suda, resopla y logra la proeza de arrancarle un sonoro orgasmo que la deja desmayada en la mesa, con las piernas separadas y el sexo abierto de par en par, rojo y brillante en un medio plano que contemplé entre la bruma del sueño.


La pérdida

Por: Armando Álvarez Bravo



Siempre lo había dicho. El día en que algo de lo que hay en esta casa salga de ella, ya no valdrá la pena vivir. Todo se habrá perdido. Su insólita y final afirmación no era producto de su edad. Los años nada tenían que ver con ella. Desde que tuvo uso de razón y comenzó a apreciar los muebles, los adornos, los cuadros, las esculturas, las cristalerías, las porcelanas, las vajillas y las exquisitas piezas de toda naturaleza que colmaban la vieja mansión vedadense que siempre había sido su hogar, supo que la singular belleza y excepcionalidad de aquellos tesoros acumulados por su familia desde el pasado siglo, constituían la razón de su existencia. Allí, entre aquellas gruesas paredes y tras los ventanales franceses protegidos por elaboradas rejas que se abrían sobre el denso jardín, se había integrado un museo tan fantástico como ideal e insólito, en que coincidían y se armonizaban, junto a exponentes excepcionales del refinamiento criollo y piezas únicas de las más depuradas expresiones de la creación colonial hispanoamericana, las más delicadas manifestaciones del arte y la artesanía europeas. No faltaban, agregando su prodigio a la totalidad, ejemplos deslumbrantes del arte del asiático. El crecer rodeado por estas maravillas determinó su existencia. Así, desde muy niño prefirió el indefinible placer que le deparaba la contemplación, cuidado y estudio de aquellos bienes en la rica biblioteca familiar, a los juegos a los que se entregaban sus compañeros de colegio. Al ingresar en la universidad ya convertido en un notable anticuario, y contrario a lo que podría suponerse, no eligió una carrera centrada en las artes, sino el Derecho. Se graduó con todos los honores y, de inmediato, comenzó a ejercer exitosamente su profesión en uno de los mejores bufetes de la capital, del que no tardaría en convertirse en socio. Cinco años después de graduado, ganó por oposición una cátedra en su facultad. Su intensa y exigente actividad no mermó en nada su pasión por las antigüedades. Por el contrario, las generosas entradas que ésta le proporcionaba le sirvieron para aumentar sus colecciones con piezas compradas en sus viajes a Europa, los Estados Unidos y algunos países latinoamericanos, su asistencia a subastas internacionales, y sus frecuentes recorridos sabatinos por las penumbrosas y colmadas casas de antigüedades de La Habana. Su posición le imponía ciertos compromisos sociales. Los llevaba a cabo con verdadero estilo, pero evitaba los no esenciales para poder dedicar el mayor tiempo posible al disfrute y cuidado del mundo maravilloso que se multiplicaba en su residencia y siempre deslumbraba a los visitantes. Compartía ese espacio encantado con su madre y su hermana. Eran ellas las que con sus cotidianos y delicados cuidados mantenían resplandeciente aquel increíble patrimonio. Ni su hermana ni él se casaron. En un principio, en el ambiente social en que se movían, ese hecho causó un natural asombro. Ambos eran unos prospectos ideales para constituir un hogar y una familia con todas las de la ley. Con el paso de los años, su soltería se aceptó como parte del orden natural de las cosas. Aunque en su caso, no se le dejó de considerar por algunos como algo excéntrico. Otros, le atribuían una vida secreta. Tal combinación ofreció un recurrente tema de conversación a su círculo y, en ocasiones, lo trascendió. En esto tan sólo lo igualaba uno de sus mejores amigos: un soltero oculista, astrónomo y filatélico de primera categoría. La muerte de su madre fue un golpe terrible para ambos. Mitigaron su ausencia irreparable perseverando en su diáfana devoción por los bienes que habían alegrado su vida volcada en la familia y la belleza. Un singular detalle ilustra ese culto filial. Siempre en la íntima cena nocturna se dispuso su puesto en la regia mesa. También, diariamente se renovaban las flores en el suntuoso altar de maderas preciosas cubanas que tenía en su habitación. Ante este venerable y prodigiosamente ornamentado mueble, postrados en su amplio reclinatorio forrado en piel, habían prodigado sus devociones, gratitudes y peticiones varias generaciones de la familia desde sus fundadoras raíces trinitarias. Señoreaba el altar una más que centenaria imagen de la Virgen del Carmen, ejecutada en madera policromada por exquisitos artífices andaluces. Hombre tan responsablemente meticuloso en el cumplimientos de sus obligaciones, como piadoso sin estridencias por convicción y tradición, cuando se retiraba cada noche tras haber dispuesto los asuntos prioritarios del día siguiente y haberse volcado sobre una pieza o entregado a dar una nueva fisonomía al ordenamiento de las que proliferaban en las vitrinas, esquineros, pedestales, mesas y canastilleros, sus oraciones eran una final declaración de gratitud por las gracias recibidas, la fija armonía de su vida y la incalculable dádiva de las maravillas que lo rodeaban. De igual manera, muy consciente de sus dones, siempre rogaba a la Divina Misericordia por aquellos que no eran tan afortunados como él y por las almas de los tantos que no tenían a nadie que rezara por ellos, que es algo que muchos olvidan. Por muchos años, su vida discurrió con la precisión de las mareas. No faltaron en ese decursar inevitables golpes e inquietudes, que son una pisada en el corazón. Pero siempre halló alivio a la adversidad en el acogedor abrigo de la casa y sus múltiples prodigios. El mundo puede ser hostil cuando uno cree que es inexorable. Pero él jamás dudó que podía hacia frente a los problemas, si accedía sin peros a otro universo, a una intimidad y una plenitud al margen del tiempo y las cosas tremendas de la realidad. Para ello bastaba traspasar el umbral de grandes y recias puertas dobles que guardaba la inocencia de la infancia en la eternidad de la belleza única y excepcional a la que se abrieron sus ojos, allí donde la maravilla tenía tanto de evidencia como de encantamiento. La casa en lo alto de El Vedado. Su abrigo, su hogar, su museo prefigurando el paraíso. Cuando la situación política del país comenzó a deteriorarse, coincidiendo con una época de gran desarrollo y bonanza económica, pensó como su familia, sus socios, sus colegas y muchos de sus clientes y amigos, que aquella crisis era transitoria. Cuando en la noche de San Silvestre cayó el gobierno y los revolucionarios tomaron el poder, en su círculo se consideró de igual manera que la vida nacional, a pesar de los reclamos de cambios radicales en la mecánica social, política y económica del país que anunciaban los vencedores, no tardaría en volver a la normalidad tan pronto como estos le tomaran el gusto al poder y sus complacencias. El gusto por el poder de los nuevos mandarines se hizo evidente de inmediato. Pero llevó aparejado un baño de sangre y el que se llenaran las prisiones, que no tardaron en ser insuficientes. También, el incremento de una represión de estirpe asiática que coincidió con la arbitraria nacionalización de la empresa privada y otras medidas draconianas que dieron un vuelco radical al desenvolvimiento que había presidido sus vidas. Sus cuentas bancarias y otros intereses e inversiones que le aseguraban una existencia desahogada, pasaron a las insaciables arcas del régimen. Aquellos que en desacuerdo con el nuevo ordenamiento optaban por marcharse del país, acababan por perderlo todo. Cuando cerraron su bufete, casi coincidiendo con la renuncia a su cátedra, que presentó en rechazo a los nuevos programas y gobierno universitarios de raíz estalinista, sus socios se exiliaron, sin comprender cómo él podía asumir el riesgo de permanecer. Fueron otros más en el incesante éxodo al que el régimen totalitario no tardó en imponer ominosas condiciones y negar reiteradamente. Su decisión de quedarse estuvo determinada por dos razones fundamentales. La primera era que no creía que aquella situación podía sostenerse, para empezar porque los americanos no lo permitirían por su peligrosa cercanía a su territorio, la incautación de sus propiedades, la pérdida de su influencia y la entrega del país a los dictados del bloque comunista en plena Guerra Fría. La segunda, su final rechazo a abandonar su casa y sus preciosos bienes, cuyo destino último, un museo, su hermana y él habían dispuesto y asegurado con una generosa dotación. No podía dejar que el régimen se hiciera de tanta maravilla, lo que equivalía a su destrucción y dispersión. Sentía que era su deber definitivo estar entre sus cosas, aún en las más adversas y antagónicas condiciones, para preservarlas intactas hasta que la libertad y la legalidad volviesen al país. Fueron muchos los que consideraron que su decisión era una locura. Propuso a su hermana que se marchase hasta que todo retornara a la normalidad. Contaba con el suficiente dinero en el exterior para que ella se instalase en los Estados Unidos o en Europa hasta que pasase el temporal. Su hermana se negó. No quería dejarlo solo y se sentía igualmente responsable de lo que llamaba sus juguetes. Su decisión fue igualmente considerada como una locura por sus allegados y amigos ya exiliados o en vías de abandonar el país. Sus vidas dieron un vuelco. Este fue, de alguna manera, más violento para él que para su hermana, porque ella siempre había estado en la casa y cumplido sin sobresaltos un amable ritual doméstico y social, en tanto que él había compartido su pasión por las antigüedades con las exigencias de su profesión, la enseñanza, los negocios y sus diversos compromisos sociales. El súbito cambio lo afectó con sus violentas exigencias, pero la forzosa reorganización de su vida en torno a lo que era lo esencial a su existencia, facilitó su obligada adaptación. Unos pocos amigos, contra toda lógica y presiones, también habían decidido quedarse. Esto hizo que, a medida que aumentaban las dificultades y el encarar los problemas que proliferaban en la cotidianidad se hacía más oneroso en todos los órdenes, las amistades se estrecharan aún más. Constituían un cerrado y extraño círculo de inermes supervivientes que se empeñaban en mantener un estilo y la imagen de un ayer arrasado. Su gran escape lo tenía los sábados. Ese día iba a casa de un amigo diplomático que, como él, se había atrincherado en su casa llena de libros en las afueras. Allí, se reunía un reducido y hermético grupo de viejos amigos. Su conversación fluctuaba entre el comentario sobre los últimos acontecimientos, la especulación sobre las posibles salidas al problema nacional, las dificultades a las que habían tenido que hacer frente esa semana, la evocación del pasado y los ausentes, y la discusión histórica. Salía de aquellos encuentros, cuya realización se dificultaba cada vez más por problemas de transporte, con una ilusión de normalidad que no tardaba en desvanecerse. Muchas veces se dijo a sí mismo que los que integraban ese grupo eran fantasmas encandilados por sus propias fantasmagorías y el peso de una realidad implacable. La escasez se impuso vertiginosamente en sus vidas. La mitigaba adquiriendo lo que necesitaban en el mercado negro. Esa riesgosa solución clandestina no siempre era factible. Por una parte, los suministradores carecían cada vez con más frecuencia de los bienes imprescindibles, lo que incrementaba su ya elevado costo, y por otra, los controles policiales eran más estrictos. Ese inexorable estilo de vida repercutía en la ceñida economía de los que la llevaban, aunque sus gastos básicos se concretaran a la adquisición de alimentos y de alguna que otra cosa imprescindible al desenvolvimiento doméstico. Dos veces o tres veces a la semana, una vez que había obtenido el codiciado turno de acceso, bien tras hacer una interminable cola o comprarlo, su hermana y él iban a comer con algunos amigos el estricto menú que ofrecían los mermados restaurantes capitalinos. Otro hecho aumentó su abatimiento. Observó con dolor y tristeza crecientes como eran cada vez más los integrantes de su círculo que se sostenían vendiendo piezas preciosas de su patrimonio. Muchos, que ya no soportaban más los asfixiantes rigores que pesaban sobre ellos, se reducían o procuraban la salida del país, ofreciendo sin peros sus residencias y bienes a altos funcionarios y organismos del régimen. Eran inermes víctimas otra vez. Ahora del saqueo que llevaba a cabo una nueva clase a la que obsesionaba poseer unos lujos que eran el emblema de un pasado que condenaban los poderes totalitarios que sustentaban. Cuando murió la vieja sirvienta que había compartido sus vidas y que sepultaron con dolor en el panteón familiar, se vieron precisados a hacerse cargo de todos los quehaceres. El esfuerzo fue muy oneroso, aunque contaban con una asistenta que venía dos o tres veces por semana a ayudarlos y que demandaba de ellos una constante supervisión para evitar que rompiese sus más frágiles piezas. Así, tanto él como su hermana tuvieron que hacer frente a una frustrante y demoledora rutina que consumía agotadora gran parte del día en interminables colas para obtener, si llegaban, las paupérrimas cuotas de alimentos. Cada día que pasaba, la calidad de sus vidas se degradaba más a pesar de sus esfuerzos por mantener el pudor y la integridad de un estilo. Esa disminución no dependía estrictamente de la falta de bienes de consumo ni de aquello imprescindible para mantener la casa y satisfacer necesidades de toda índole, ahora un verdadero lujo. A ese angustioso agobio se sumaba inflexible e inexorable el agresivo antagonismo del régimen hacia aquellos que no se doblegaban a sus designios. Sujeto a esa vida en crítico estado de sitio, tan sólo encontraba un precario respiro en su asistencia a la iglesia, las cada vez más distanciadas visitas y la dedicación, venciendo el agotamiento tenaz, al cuidado de sus antigüedades. La salud de ambos se resintió y su atención demandó nuevos esfuerzos. Ese desgaste, precipitado por la edad, las preocupaciones, el sufrimiento y los muchos años de ingratos esfuerzos, sobresaltos y carestías, precipitaron la enfermedad de su hermana. Falleció al cabo de cuatro agónicos meses en que él hizo lo imposible para contrarrestar la deficitaria atención médica y hospitalaria a la que se vio sometida. Tras el sepelio, rechazó con gratitud y delicadeza la oferta de compañía que, para ayudarlo a sobrellevar los primeros momentos de la pérdida, le ofrecieron. No quería abrumar a nadie con su dolor y, por otra parte, no era capaz de imponer a la solidaridad entrañable, una carga más en medio de la crítica situación imperante. Ahora, su vacía casa era más honda y reinaba en ella un silencio unánime. Estaba definitivamente solo. Algunos de los pocos íntimos que le quedaban y sabían que disponía en el extranjero de lo suficiente para pasar de una manera más amable los últimos años de su vida, le aconsejaron que se marchara. Le aseguraron que cuando planteara su deseo de irse del país a los funcionarios y los organismos que rondaban con avidez su casa llena de prodigios, todo se le viabilizaría. Que no tendría que padecer las demoledoras agonías derivadas de esa decisión. A pesar de la lógica de tales razonamientos, no se sentía capaz de abandonar el colmado recinto en que había transcurrido toda su vida. Su soledad hizo más ardua aún su existencia. Para mitigarla se dedicó a la confección de un pormenorizado catálogo de sus antigüedades. Era una labor tan inmensa como compleja, pero al concentrarse en su ejecución, llegaba a un estado tal de concentración que olvidaba la hostilidad y el rigor en que vivía sumido. Así, perdió cuenta del paso del tiempo. Sin embargo, los crecientes e inevitables embates a que estaba sometida su existencia hicieron mella en su salud. Comenzó por experimentar un tenaz decaimiento físico. La ceñida dieta impuesta por el racionamiento y las comidas que ocasionalmente podía hacer en un restaurante siempre le sentaban mal. Se dio cuenta de su pérdida de peso por la ropa, que ahora parecía colgar de su cuerpo. Su piel adquirió un color enfermizo. Las náuseas y los vómitos aumentaron su frecuencia. Recurrió inútilmente a remedios a su alcance. Cuando su malestar se hizo intolerable, visitó a un médico amigo y contertulio sabatino que atendió a su madre y su hermana. Gracias a sus contactos, éste logró que le hiciesen una serie de investigaciones reservadas a los privilegiados del régimen. El diagnóstico fue terminante. Tenía cirrosis. No viviría más de dos meses. Preguntó al médico qué tiempo demoraría en quedar incapacitado por la enfermedad. Este le respondió que escasamente unas cuatro o cinco semanas. ¿El dolor?, preguntó entonces. Llegará un momento en que no podrá evitarse por falta de las drogas, tratamientos y medicamentos adecuados, fue la respuesta. Tras despedirse al cabo de un minucioso diálogo sobre su estado y su inevitable evolución, se encaminó a la iglesia y se sentó solitario en un banco apartado. Apenas pudo rezar. Al regreso a su casa, abrió una botella de coñac y comenzó a beber a pesar de que sabía le haría daño. El malestar que experimentó le impidió terminar la segunda copa. Tomó un fuerte analgésico y cuando sintió cierto alivio, se puso a examinar sus piezas favoritas. En la madrugada, el voraz incendio y el atronador despliegue de los bomberos y la policía despertó al barrio. Nada quedó de la casa ni de las maravillas que albergó. Cuando los equipos de rescate pudieron finalmente acceder al interior de la residencia, hallaron su cuerpo calcinado en el despacho y determinaron que el incendio había sido intencional. El médico, el diplomático y aquel otro excéntrico amigo oculista, astrónomo y filatélico, recordaron sobrecogidos que él había asegurado que si algo tenía que salir de aquella casa, no valdría la pena vivir. Ninguno lo juzgó.


Wednesday, April 20, 2005

Fe de ratas

Por: Lourdes Beatriz Arencibia Rodríguez



Los sucesos paranormales ya no estaban de moda, pero en el corazón de un barrio de urbanización sólo para violentos, con la boca tirando a sonrisa y el estómago a nostalgia, Amparo había decidido iniciarse de prostituta ese preciso verano con vocación de monja visigoda aspirando a no tener que pararse nunca de aquella butaca que alguna vez había sido "de estilo" en la que por decisión propia y aunque no tenía ningún impedimento físico de locomoción, hacía dieciocho años que permanecía sentada.

No era todavía antañona, ni tenía mala pinta y aún en aquella insólita postura no le habría sido tan difícil recuperar la vieja rutina de la ofrenda en un sentido ortodoxo, a no ser porque una inesperada e inoportuna radical de mama la había dejado a los veinticuatro abriles liada en el capote de paseo con una pavorosa cicatriz que le cruzaba de lado a lado la hondonada donde antes tuvo generosas tetas y punzantes protuberancias. Era ilusorio desconocer que en cualquier código de tránsito aquello era una señal inequívoca de "PARE". Pero Amparo la Sentada había oído decir muchas veces a Padre que no había mujeres feas sino sólo con bajo nivel de alcohol en sangre y entre otras cosas, tenía hambre de futuro. Estaba pues, dispuesta a dedicarse con rogativa, trisagio, motete y letanías como quien promete una novena a San Aniceto, a una de las actividades que se habían convertido junto al robo, las drogas y el juego en iconos de su generación, aunque fuera en dosis homeopáticas.

Experiencia con el sexo tenía de sobra. Siendo todavía una adolescente de secundaria, nunca faltaba a la cita con las mamandurrias de Guajimico –el guajiro con cara de mono, vendedor de los cárnicos del puesto, que solía asecharla todas las mañanas en la escalera de la ciudadela donde ambos vivían y rápidamente le convertía la blusa del uniforme en una verbena de manchas de chorizo y huellas dactilares para envidia de sus condiscípulas.

-Siéntate aquí un ratico que siempre bajas como un condenado reguilete- , le susurraba insinuante el guajiro con la diligencia de sus apremios matinales, tratando de extender los espasmódicos masajes de las redondas certezas de Amparo a otras zonas de su geografía y la chica le dejaba hacer para marcar no tanto la confirmación del deseo, como la superioridad de su manejo.

-¡Qué pejiguera la tuya, suéltame ya!- fingía que forcejeaba la otra con un indisimulado rejuego de entregas y complicidades, escabulléndose escaleras abajo cuando menos se pensara con los pezones como garbanzos y una risa que amenazaba con volverse de permanente cosquilleo debajo del ombligo.

El jolgorio con Guajimico empezó a parecerse demasiado a la producción de butifarras . De suerte que cuando al fin, la policía se lo llevó preso por prenderle fuego a la colchoneta fumando mariguana, Amparo se alegró porque por lo pronto no la dejaba preñada - ¡Quizás llegue a parir un hijo cuando caduque la "libreta de racionamiento"!- le decía, pero aunque la había perseguido hasta el catre, Guajimico no duró ni tres asaltos encaramado en el caballo. Lo vio pasar con la trastienda vacía, impávida y desaprensiva, sin moverse del sillón adonde una andanada de violencia verbal de la concubina de Padre la había momentáneamente confinado:

¡Ese no sale más del tanque! ¡Y no me ensucies el piso que se nos va el agua y lo acabo de baldear! ¡De contra que está negro de churre con tanta mierda como dejan los puñeteros gallos de tu padre! –. La gritería no la dejaba pensar bien en los próximos posibles aspirantes a la escalera y ese proyecto fue la mejor manera que halló de decir adiós a Guajimico. En la barriada había por lo menos una decena de sementales que merecían matrícula, pero ¡ya habría tiempo de abrirles un expediente cuando llegue el momento! Mejor irse ahora al cine, su pasatiempo favorito en segunda bancada.

Aunque la primera parte de su vida había transcurrido asfixiada en la niebla cultural de su medio, el diálogo con la pantalla había sido siempre para Amparo una suerte de mágica experiencia que la conectaba muy fuertemente en viaje de ida y vuelta con su propia filmografía. También de cara al público que llenaba noche a noche la carpa del circo "comunitario", se había acostumbrado a ver a Padre enfrentar la vida con rostro de payaso en un ejercicio de malabarismo que tenía mucho que ver con su afición cinéfila. Por muy divergentes y ficticias que en apariencia fuesen ambas historias, los desenlaces eran los mismos y marcaban los conflictos de su generación en ese otro escenario material donde sobrevivían, la mayoría de las veces para confirmarlos y no para refutarlos, cuando más para envejecerlos súbitamente de cara a una realidad que solía hacer muchas menos concesiones a sus protagonistas.

-¡De película! solía decir con la lucidez que daba el saberse parte de la pelea cuando al filo de la medianoche regresaba a la casa con la proporción, la cautela y la concreta ambigüedad de alguien a quien Chaplin le ha contado la verdad de los cuentos. –Cuando uno sale del cine, aún sabiéndose contra las cuerdas, todo parece mejor- pensaba.

A principios de septiembre, por complacer a Padre, Amparo se matriculó en un curso de Instructores de Arte. Y también por aquella época, el viejo empezó a traer a la casa a un italiano de nombre Marco, a quien conoció en la calle. Hacía algún tiempo que había venido a dar a Cuba desde Sao Paulo, más precisamente desde una "strada" de nombre tan poco italiano como la Rua Haddock Lobo donde en el número 1644, funcionaba un restaurante de cocina mediterránea en el que trabajaba que se llamaba Fasano, como su pueblo natal en la región de Puglia. –Il mio "paese"- como decía, alargando voluptuosamente el diptongo. Enseguida, hizo buenas migas aunque de distinta manera, con los tres miembros de la familia: Amparo, la concubina y Padre.

Marco no tenía amigos, sino intereses, dos cosas que sólo suelen tener en la vida coincidencias puntuales . Como casi todos los italianos sabía hacer pasta, lo cual era una gran ventaja en un país donde la pizza y los spaghettis se habían convertido en pocos años en los platos de mayor demanda nacional. De manera que sus aspiraciones de abrir un "paladar" en Centro Habana con tiempo y un algo de suerte, no resultarían del todo descabelladas sobre todo si era clandestino y mejor si se lograba ambientar para ese propósito, algún recoveco de la ciudadela que no quedara demasiado a la vista de la policía.

El pugliese tenía un gran espíritu empresarial y alguna instrucción, y para ganarse la simpatía de la juventud farandulera del barrio y especialmente de la familia de Padre, se autopropuso para cooperar en un "proyecto cultural" de la comunidad.. Lo primero que trajo -para que se fueran haciendo una idea del lugar de donde les vendría la pizza- fue un gran cartel a todo color que hablaba de Fasano, "una "villeggiatura" de unos 40,000 habitantes, o sea, más o menos tantos como los de Centro Habana...

-¡Bueno, no exactamente los mismos! ¡Fasano era en Italia, capito! ¡en medio de una región toda plantada de olivares a 5 km del Adriático y a otros 5 de las colinas de Puglia...! El italiano estaba señalando un punto imaginario del planeta porque después de todo, el cartel de marras lo que anunciaba era el Fasano de Brasil...

-Allá, mi familia tiene una casita en la colina y mis hermanos que son 7, un bote para salir a pescar...

La concubina de Padre asistía arrobada y dijo que mucho le gustaría ir a Italia. A nadie, ni siquiera a Marco y salvo al viejo, llamó la atención el comentario, entre otras cosas porque en este lugar se da por descontado que en presencia de cualquier extranjero, alguien debe siempre "concientizar" la idea de viaje. Curiosamente, Padre lo miraba con tanto enojo que el otro no juzgó necesario decir más nada y plegó el anuncio.

En el cine de la barriada estaban exhibiendo La Strada de Federico Fellini, con Giulietta Massina y Anthony Quinn en los roles de Zampanó y Gelsomina, por lo que un rato después, Marco y Amparo se besaban y exploraban mutuamente en la oscuridad. De camino a la escalera se tropezaron con Padre que aún con la ropa de payaso les cortó prácticamente el paso. Por poco se mueren del susto cuando se les apareció aquel rostro enharinado de expresión casi siniestra. Se separaron sin decir palabra.

-Amparo, ¿qué te parece si le preparamos como grupo una función sorpresa a Padre el domingo?- dijo el italiano a media semana, irrumpiendo en el patio de la ciudadela donde solían reunirse los talleristas del proyecto cultural comunitario. Llevaba un papel en la mano.

-Tú serás Gelsomina y yo Zampanó. He encontrado un texto de Raúl Hernández Novás , que es ideal para eso. Lo podemos montar en la carpa como parte del programa. El administrador no se va a oponer. Díganme algo ustedes- y escrutaba el rostro de los demás buscando consenso.

La iniciativa cuajó y comenzaron los ensayos con la discreción máxima que podía pedírsele a la ciudadela. Padre por el día ocupándose de los gallos y por la noche en el circo, no tuvo mucha oportunidad de enterarse y la concubina no iba a perder por tan poco pedido el favor de Marco.

A Amparo/Gelsomina los payasos la ponían nerviosa. La primera impresión que le producía mirarles de cerca la cara era de pánico, aunque fuese la de Padre y ahora la suya. Y oírle reír le daban ganas de salir corriendo. De pie frente al espejo de maquillaje, dibujó rápidamente los contornos de un trébol donde debía ir una lágrima y huyó del cristal para no seguirse mirando, con la certeza de haberse librado de una alucinación.

Padre prácticamente la ignoró cuando fue a situarse en el centro del ruedo de la mano de Marco/Zampanó. Tampoco pareció escucharla cuando comenzó a recitar:

"El me ha dicho que todo sirve, Todo, para algo: las estrellas infinitas que brillan y esta oscura piedrecita que he recogido, Zampanó, del lodo.

Yo soy como esta piedra, o como el fondo, para siempre vacío, de botella, que brilla roto y entre el lodo hondo responde a la sonrisa de la estrella.

¿Por qué no me echas, bruto, del camino, pateando la piedra a tu capricho, y no te vas con las demás mujeres? ".

Sin dar tiempo a nada, Padre se lanza al ruedo, echa a un lado bruscamente a Gelsomina e increpa a Marco con voz rajada más allá de la afonía:

"¿Qué hay en tu cabeza? El Loco vino en la noche de estrellas y me ha dicho... Zampanó, ¿tú me quieres? ¿tú me quieres?"

Amparo intentó calmarlo. Pero el viejo estaba como poseído. Gritaba, gemía casi abrazado al italiano

No se trataba de comprobar con escalera y lupa el significado real de aquella desatinada intervención recibida en estado casi puro con la última estrofa del poema. ¿Pero qué puede sentir una joven de 23 años la primera vez que se percata de que su padre tiene reacciones claramente homosexuales y que además, está loco de celos por causa suya? ¿ Y qué esperaba de ella el viejo, un comportamiento de inteligencia o la inteligencia del comportamiento?

Restablecer el equilibrio de aquellas cuatro vidas no fue fácil. Marco y la concubina trataron de sacar adelante el paladar aunque hubo que cerrarlo poco después por la presión de los inspectores. Padre se pasó semanas enteras sin ir al circo, ni apostar a los gallos. Se diría que le abochornaba asumir su identidad. Y aunque Amparo trató de convencer a los suyos de que todo había sido una actuación para olvidar, ya la otra le estaba advirtiendo:

-¡Eso te crees tú..!

El extranjero desapareció un día de la barriada y las malas lenguas dicen que de paso, se llevó a la concubina de Padre a Italia para llevar a cabo, en Fasano, el proyecto de la pizzería. Un año más tarde, Amparo ingresó de urgencia en el hospital para una amputación de mamas.. Al principio, el viejo la sustituyó en la cilindrada de la escalera con el brío de una liberación finalmente alcanzada. Y meses después, sin pujas gremiales, llegaron a alternarse los recuentos del otoño y las calenturas de la primavera sin que ninguno de los dos estimara que el otro iba a arañarle los escalones.

Y así fue que aquel preciso día de marzo, frente al Malecón de La Habana fondeó el Maraveli, el misterioso buque que siempre se aparece por Semana Santa desafiando tornados en las aguas del océano Pacífico. Según la leyenda, quien se atreva a mirar los fuegos de San Telmo que se encienden en su palo mayor, queda ciego de inmediato. Como por Gabriel García Márquez sabía que un buque así había encallado junto a la iglesia de un pueblo colombiano ante los despavoridos ojos de sus habitantes, Amparo corrió a alertar a Padre, al cura, al babalao y al del Poder popular, con la esperanza de que si la nave llegaba a alcanzar las puertas de la ciudadela los capitanes Fokkeque y Van der Dekken quedarían prendados de los atractivos de su escalera. Así se llamaban los holandeses condenados a errar por los mares hasta que hallasen una mujer capaz de serles fiel y a navegar además eternamente, por hacerse a la mar un Viernes Santo y pactar con el diablo.

Respondiendo a las señales de las autoridades del puerto, los rubios capitanes ataviados con sus pintorescos y apolillados uniformes se disponían a bajar a tierra, muy solemnes y circunspectos, para saludar a la gente que ya se estaba colocando a ambos lados del trayecto hacia la iglesia y asistir al servicio religioso que oficiaría el cura auxiliado por el babalao con el ceremonial que corresponde a herejes célebres.

El holandés Van der Dekke llevaba un gallo giro bajo el brazo. Presuntamente, lo había canjeado hacía poco en una comunidad indígena de la Sierra de los Haitises cuando el Maraveli maniobraba para presenciar el apareamiento anual de las ballenas jorobadas sin poder evitar encallarse en la península de Samaná, del vecino Santo Domingo. Su amaneramiento era evidente.

Dicen que los homosexuales hablan entre sí un lenguaje secreto con los ojos comparable al de las mujeres con los abanicos y que se identifican y se concertan sólo con mirarse. Nadie sabe cómo ni en qué momento Padre y Van der Dekke se pusieron de acuerdo. Pero al llegar a la casa, el viejo hablaba de echarle el gallo cenizo al giro del holandés, y decía además, que el visitante estaba dispuesto a improvisar una valla en la cubierta del buque y que la pelea sería con los dos solos, sin testigos, a la fantasmagórica claridad de las estrellas tan pronto terminara la ceremonia en la que la batería de La Divina Pastora dispara el fogonazo de las nueve en el castillo de los Tres Reyes del Morro.

-Bueno, decía Amparo, entretanto yo puedo ir entablando relación con Fokkeque en la escalera ¡Quién sabe si el destino de Padre y mío es partir juntos, ni más ni menos libres, a navegar por esos mares..!

-¡Ese buque esta deshabitado, Amparo! advirtió de nuevo el barrio. La aludida reaccionó casi con desprecio. -¡Claro que no podían verlo si se ponían a mirar de frente al Maraveli! ¡Deja que se produzcan los milagros!-.

Sin embargo, un extraño sentimiento empezó a avanzar desde lo oscuro como clave y no como carga en el principio y fin de los secretos, pero Padre parecía muy seguro cuando metió al cenizo en la bolsa de tela de saco con agujeros por ambas caras, se la colgó al hombro y dijo a la muchacha: -Espéreme aquí sentadita m’ija, que paso a buscarla a la media noche. Yo también creo que nos vamos...- y salió presuroso. -¡Aún ni no volviese a verle..!

Tarde en la madrugada llamaron a la puerta de Amparo para entregarle en una caja de zapatos lo que había quedado del viejo. ¿Ajuste de cuentas por deudas de juego en la siniestra valla...? Nunca se sabría a cuánto se elevaron las apuestas en cubierta, ni en qué moneda el holandés le cobró la coima. El buque fantasma desapareció como mismo había aparecido, deslizándose mar afuera sin hacer ruido y a oscuras haciéndose invisible a las luces del faro.

Amparo la Sentada lleva años en la misma postura. Le va bien de prostituta. Como no tiene tetas, se rapa la cabeza y pasa por travesti. A los cuarenta y dos años, se parece cada día más a Padre. Así de pronto, se diría que es la misma persona. Pero los sucesos paranormales ya no están de moda.


Monday, April 18, 2005

Leyenda a las puertas de una sala del museo de arte moderno

Por: Mauricio-José Schwarz



Sadoc era más que un tatuador. Era un artista del tatuaje.
Se veía a sí mismo como un Gaugin, ignorado, despreciado, exiliado en las lejanas islas de un archipiélago de la sociedad que ni le satisfacía ni le asfixiaba. Simplemente lo dejaba ser, ignorándolo salvo cuando, ocasionalmente, algún tipo rudo llegaba pidiéndole sus servicios, generalmente un corazón, un nombre o la figura de una mujer desnuda en simple color azul. Eran tatuajes baratos y se veían baratos. Pero él trataba de afinar en ellos su técnica, de experimentar y de demostrar que era mejor, aún por las míseras cantidades que le atraía su oficio. A diferencia de Gaugin, no estaba, empero, sumido en la miseria. Él no tendría que trabajar en las cuadrillas suicidas de Ferdinand de Lesseps para abrir un canal en Panamá. Tenía una modesta fortuna. Cuatro edificios de departamentos cuyas rentas le permitían no sólo vivir con desahogo, manteniendo sus consumos a un nivel en extremo modesto, sino reunir una suma respetable en monedas de oro celosamente guardadas en una caja de seguridad bancaria. Para pasar el tiempo administraba sin mucho interés un pequeño establecimiento de libros viejos en uno de sus edificios, un sitio oscuro, ubicado en un callejón casi ignorado cerca del centro de la ciudad de México. La librería comunicaba con un departamento amplio y cómodo, sin lujos, pero sin duda muy superior a lo que uno habría podido suponer juzgando a partir de la fachada. Rentaba también otras accesorias a comerciantes maltrechos, que apenas sobrevivían. Una mujer que vendía yerbas medicinales, un taxidermista que siempre estaba atrasado con la renta, un relojero casi arruinado por el avance irrefrenable de la electrónica y, en la esquina, una anticuada sedería siempre impregnada del olor de antiguas máscaras de cartón que ya jamás habrían de venderse.
Sadoc se reunía una vez al mes con su contador y cobrador, en un despacho que él mismo le rentaba, hacía cuentas y pasaba al banco a depositar. El resto del tiempo, en el mostrador de su librería, dibujaba. Dibujaba constantemente, siempre sintiendo el lápiz ajeno a sus dedos, añorando el tacto de las agujas para tatuar.
En una ocasión, entre sus miserables clientes sin gusto y sin dinero, había destacado un personaje desusado, un estadounidense de origen chino que deseaba un tatuaje singular. Se trataba de un león-dragón, como los que guardan la entrada a la ciudad prohibida de Pekín. El hombre, en mal español, le había preguntado si acaso él tendría la habilidad necesaria para hacer un trabajo así, y le había mostrado un grabado exquisitamente elaborado, multicolor, fantástico e inspirado a la vez, de raíces antiguas, pero indudablemente con influencias contemporáneas.
El extranjero estaba reticente, desconfiando acaso de lo que había sido una recomendación casual. Pero Sadoc sabía que era perfectamente capaz de reproducir el grabado con toda fidelidad, adaptándose a los pliegues de la espalda del hombre, a los suaves valles que rodeaban a sus omóplatos, a la serpiente en bajorrelieve de su espina dorsal. Entusiasmado, casi le rogó al hombre que le permitiera hacer el trabajo, aunque no lo pagara. El chino mencionó algo de los tatuajistas de San Francisco. Sadoc los consideraba artistas menores, artesanos hábiles nada más. Le habló, le mostró fotos de algunos trabajos. Al fin lo convenció. El hombre volvió a su país con un maravilloso león en la espalda.
Dos años después, el león llevó a un nuevo cliente al establecimiento de Sadoc, donde éste hacía unas cuentas en su mostrador, bajo el letrero, siempre incómodo en la librería, que anunciaba "Se hacen tatuajes".
Buenas tardes, ¿el señor Sadoc? —preguntó una voz aguda e insegura.
Sadoc levantó la vista y no alcanzó a abarcar con ella a la colosal figura que estaba ante él. Era un hombre de dimensiones impresionantes. Llamarle gordo hubiera sido subestimarlo, insultarlo. Era gigantesco. Su circunferencia era tan asombrosa como su estatura. Casi dos metros de hombre llevaban a su alrededor el atroz esferoide de grasa que lo cubría. Vestía una camisa enorme, de cuyas mangas cortas surgían como dos lechones los brazos rosados. Sadoc tardó un poco en darse cuenta de que el hombre era además rubio y extremadamente blanco.
Yo soy, ¿en qué puedo servirle? —respondió al fin Sadoc tratando de ocultar su asombro y dando un plumazo final al cuaderno en el que estaba trabajando, como si hubiera estado considerando la parte final de un cálculo complicado antes de atender a su visitante. Fue un débil intento. El hombre se había dado cuenta claramente de la impresión que había producido en Sadoc.
¿Usted es el tatuador? —preguntó Víctor, acostumbrado a evocar esa reacción de sorpresa en quienes lo veían por primera vez.
Sí, yo soy —admitió Sadoc.
Bien. Mire, quería hablar con usted porque sé que es un excelente tatuador ¿o se dice tatuajista?
Artista del tatuaje es lo correcto —aclaró Sadoc con cierto orgullo evidente.
Usted perdone, pero no estoy familiarizado con los términos. Como fuere, he tenido la oportunidad de ver un trabajo de usted, un león chino que hizo para un amigo mío hace un par de años, ¿lo recuerda?
Sadoc lo recordaba bien. Por primera vez había podido utilizar todos sus colores, su habilidad, sus instrumentos y su genio creativo en el tatuaje del chino. Asintió silenciosamente.
Quisiera un pequeño trabajo, pero con la misma calidad. Aquí. —Con modestia el gigante se desabotonó la camisa exhibiendo un pecho lampiño que desafiaba a la expresión. La suya era una gordura cultivada, cuidada. Sólo había dos pliegues pronunciados bajo lo que sólo podía describirse como sus pechos. Lo demás era una planicie inmaculada y blanca, extensa. Se señaló con un dedo el lugar bajo el cual, profundamente enterrado bajo la capa de grasa, se hallaba su esternón.
Sadoc no pudo ocultar que lo miraba con demasiada intensidad.
Quisiera una reproducción de esta pintura —dijo después de unos segundos la aguda, paradójica voz del gigante. Del bolsillo de la camisa extrajo una postal con la imagen de un búho. Sadoc la reconoció de inmediato. Era una figura del panel central del Jardín de las delicias del Bosco. Un búho gordo, lo que no dejó de notar el tatuajista.
Por lo visto es usted un amante del arte. Un detallista —comentó Sadoc.
¿Lo conoce? —preguntó genuinamente sorprendido el obeso personaje.
Por supuesto. El Bosco es uno de mis pintores favoritos, y el tríptico lo conozco como la palma de mi mano.
Ya me imaginaba que usted era realmente un artista. Disculpe, ¿no tiene una silla sólida que me pueda permitir? Me resulta muy fatigoso permanecer en pie.
Espéreme un momento. Déjeme cerrar y pasemos a mi departamento. Así podemos sentarnos y hablar con calma.
Mientras cerraba las puertas de la librería, calculando que su colosal visitante seguramente había maniobrado con bastante cuidado para entrar al local, Sadoc pensaba en la forma de hablar del individuo. No parecía mexicano. Su español era fluido pero un tanto teatral: "me resulta muy fatigoso". No tenía acento identificable, empero tenía un aspecto y un trato desusados, y no sólo por su apabullante volumen. Sadoc pensaba a toda velocidad.

Ya instalados en el departamento de Sadoc, el hombre se presentó como Víctor.
¿Usted es mexicano? —se atrevió a preguntar Sadoc.
Bueno, en cierto modo sí. Nací en el norte y mis padres me llevaron a Europa muy pequeño. Luego mi padre se vio precisado a ir a Nueva Zelanda. Estuvimos un tiempo en Birmania, en Japón y finalmente en Estados Unidos, en San Francisco. Pero al morir mis padres, porque los dos murieron en un accidente de carretera, decidí volver a México. Y, como no tengo parientes, me dediqué a ir de aquí para allá, viajando, repitiendo el itinerario de mi infancia pero tratando siempre de mantenerme al tanto de los acontecimientos de aquí y de no olvidar el lenguaje. Finalmente me ubiqué aquí hace diez años. En fin... ¿cuánto me va a cobrar por el trabajo? —preguntó volviendo de pronto de su ensueño memorioso.
Bueno, eso lo veremos después. ¿No gusta un café? ¿Un refresco? ¿Unas galletas?
Café no. Me causa un mayor esfuerzo al corazón... y tengo que cargar con esto —se señaló con un movimiento de la mano, un pase como el que realiza un mago sobre el sombrero del cual ha de extraer algún prodigio—. Pero sí un refresco... y si tiene galletas...
Sadoc entró a la cocina. Trató de ordenar sus ideas. Víctor no se veía rico. Su camisa era vieja, y sus pantalones mostraban un prolongado uso. No llevaba joyería fuera de un barato reloj digital en la muñeca izquierda.
¿Por qué el búho del Bosco? —preguntó Sadoc al volver—. No es que quiera meterme en lo que no me importa.
No, no se aflija. Es una pieza menor de una obra maestra. Sería un tatuaje original. Le seré sincero —dijo en un arrebato—. Tengo algunos problemas singulares, de salud y de dinero. Ya se imaginará que a un hombre de mis características le resulta en extremo difícil hallar un empleo a modo. He decidido volver a los Estados Unidos, a ver si puedo trabajar en un sideshow. Usted sabe, esos carnavales que se ponen a un lado de los circos con mujeres barbadas, enanos y cosas así. Pero el Bosco siempre me ha gustado y... siempre he querido tatuarme. Aquí está muy mal visto, pero en los Estados Unidos se le considera una especie de arte. Allí un tipo tatuado lo puede atender a uno en un banco y nadie se escandaliza. Y si empiezo así y voy coleccionando un tatuaje aquí y otro allá con diferentes artistas, sería la mezcla perfecta: el hombre tatuado y el gordo del circo. Dos freaks en uno, dos monstruos, de los que no somos como los demás. Quise comenzar con usted porque hace un año vi a mi amigo, Charles Li, y me mostró su magistral tatuaje. Y es muy probable que ya no vuelva jamás a México, así que, ¿por qué no llevarme un recuerdo extraño como una figura del Bosco tatuada en el pecho? Yo soy extraño. Mi vida es extraña. Todo el mundo se da cuenta de eso.
Hablaba y comía sin interrupción. Sadoc le pasó la caja de galletas. Su impresión era real: el hombre no tenía dinero.
Pero, ¿por qué puede querer una reproducción un hombre como usted? —dijo al fin Sadoc.
¿Como yo?
¿Se ha visto usted al espejo? No, no me refiero a como lo ven los demás. ¿Sabe lo que es usted? ¿Su cuerpo?
Bueno, yo...
Es materia prima. Es un muro, una fachada en la que puede plasmarse el más asombroso mural que nadie se haya imaginado. Es la tierra fértil en la que puede echar semilla el trabajo, la capacidad, la imaginación y la depurada técnica de un artista. Piense: cada centímetro cuadrado de su piel cubierto de tatuajes maravillosos, todos originales. Mire esto.
Le entregó a Víctor un álbum de fotografías que mostraban tatuajes espléndidos: manos con los huesos delineados, senos floreados, rostros con las mejillas exquisitamente recubiertas de filigrana. Un álbum que haría palidecer al hombre ilustrado del cuento.
¿Usted ha hecho estos? —preguntó Víctor.
¡Por supuesto que no! Son trabajos menores. Se les considera lo mejor de los artistas del tatuaje de oriente y occidente, pero son apenas jugueteos menores, piezas artesanales sin imaginación. Muchas de ellas realizadas más para escandalizar que por un interés estético. Ahora vea.
Un cartapacio lleno de hojas fue a dar a las manos de Víctor. Las empezó a mirar.
¿Y éstas?
Son bocetos, trazos, diseños, sueños. Es lo que yo puedo hacer. Lo puedo hacer con usted. Tatuajes como nunca nadie los ha visto. Yo lo puedo convertir en la obra de arte ambulante más asombrosa del mundo.
Pero... eso debe costar mucho. Yo no tengo dinero, ya le dije, y...
Eso se puede arreglar —aseguró Sadoc.
Ante la perspectiva, Víctor se quedó azorado. Un trozo de galleta colgaba de su labio, dejando caer migajas que rebotaban en su amplísimo pecho.

Sadoc y Víctor parecían hechos el uno para el otro. El acuerdo al que llegaron fue rápido y bastante satisfactorio. Sadoc había convenido en darle comida, bebida y alojamiento a Víctor, lo cual sin duda no haría mucha mella en el modesto tesoro acumulado por el tatuajista. Un precio justo. Pero también tendría que proporcionarle compañía femenina, frecuente y variada, a la mole de carne que había acordado en convertirse en su capilla Sixtina viviente. Esa tarea era desagradable y, esperaba Sadoc, difícil. Sólo por un pago sustancioso alguna prostituta acordaría pasar la noche junto a esa montaña humana.
Pero al paso de los días Sadoc se dio cuenta de que no había problema. Hizo un discreto trato con un salón de masajes y cada vez que Víctor expresaba su deseo, le enviaban a una mujer discreta y profesional.
La librería cerró por tiempo indefinido.

Durante varias semanas, Sadoc trabajó midiendo, fotografiando y calculando al hombre a la vez que bocetaba con furia, adaptando las imaginaciones de toda una vida, realizadas con la absoluta libertad del que sabe que nunca se verá obligado a llevarlas a la práctica, a las dimensiones exactas de Víctor.
La mayoría de los tatuajes de cuerpo entero —explicaba Sadoc ante el eterno asombro de Víctor—, son un grosero amontonamiento de los más variados temas. No conforman una unidad. Con frecuencia parecen completos simplemente porque algún artesano torpe, incapaz de generar ideas originales, rellena los espacios vacíos entre una y otra imagen con plastas de color. Lo que haremos contigo es crear un genuino mural. Una obra magna como el Jardín de las Delicias. Algo en lo que cada parte tenga sentido y el todo tenga un sentido aún más profundo.
Víctor asentía, frecuentemente al tiempo que masticaba algún alimento.
Yo trabajé al óleo, con acuarelas y con acrílicos —explicaba Sadoc en otras ocasiones—. Probé numerosas técnicas para expresar las imágenes que me persiguen desde pequeño, pidiéndome que las plasme. Pero una vez, por un problema sentimental, al cabo de una borrachera, un amigo decidió que quería un tatuaje y lo acompañé a un cuchitril asqueroso. Me puse a platicar con el tatuajista. Mi amigo estaba inconsciente y por primera vez pude sentir la experiencia de trabajar con la piel humana. El tatuajista me permitió probar sus técnicas. Y entonces entendí que cualquier obra que yo produjera debía hacerse sobre un tejido vivo, conociendo bien cómo reaccionan y cambian los colores bajo la piel, cómo se extienden y cuáles son sus posibilidades y limitaciones.
Víctor hablaba poco. Pedía de comer. Pedía de beber, muchos refrescos y con cierta frecuencia algo de alcohol, y cada dos o tres semanas pedía una nueva compañera. El resto del tiempo soportaba con estoicismo la aguja de Sadoc. Cuando el dolor era intenso, hablaba del éxito que tendría en los Estados Unidos como el hombre gordo tatuado. O se imaginaba que impondría el récord del mayor tatuaje del mundo en extensión. Y comentaba siempre que estaba dispuesto a repartir con Sadoc los beneficios de sus presentaciones. Estaba evidentemente agradecido y, en su debilidad, se sentía protegido.
Los dos hombres vivían juntos, pero no se hicieron amigos. La relación que los unía era más profunda, más indisoluble, más sólida que cualquier amistad. Era la relación del escultor con el bloque de mármol. O la del paciente y el cirujano que ha de salvarlo. Para serse útiles no necesitaban apreciarse, ni siquiera conocerse. Bastaba que estuvieran allí. Su simbiosis era tan perfecta que ni siquiera tenían que reconocerse como seres humanos para servirse mutuamente.
Sadoc comenzó en la espalda de Víctor. Sabía que allí las terminaciones nerviosas eran más escasas, el dolor sería menor, ayudaría a que Víctor se fuera acostumbrando a ser tatuado.
Desde un principio se deshizo de la mayoría de sus bocetos. Su mural debía ser un recorrido por la vida moderna de la que él y Víctor eran producto. Los motivos tradicionales, las serpientes, las caras hindús, los dragones, no tenían cabida en la obra maestra de Sadoc. Comenzó con una escena nocturna, un callejón sin salida dominado por un anuncio de una computadora bajo el cual sonreía con pocos dientes un viejo alcoholizado. Enfrente, casi en primer plano, pasaba un Ferrari rojo hacia la izquierda, sobre una avenida bien iluminada, mientras en el cielo del omóplato derecho volaba un avión rodeado de una V de patos asombrados y oscuros, casi indistinguibles, logrados con la maestría y el cuidado de quien sabe que no se puede borrar, no se puede empezar de nuevo o cubrir ningún punto de la piel ya impregnado de color, que se trabaja con limitaciones a las que no estuvieron expuestos Miguel Angel, Leonardo, Dalí o el propio Gaugin. Los estilos se entremezclaban, desde el popart hasta el comix underground y el heavy metal, pero todos con tal detalle que en conjunto parecían la pesadilla de un hiperrealista, para dar la idea de la velocidad y las angustias de un mundo cuya tensión aumentaba constantemente haciendo a todos temer que, en cualquier momento, estallaría como un globo, se rompería como una cuerda de guitarra, caería bajo su propio peso. Un ícono de lo cotidiano, un testimonio del final del siglo veinte iba tomando forma en la tensa piel de Víctor, que parecía un bebé gigantesco, un tanto sospechoso por su casi total falta de vello, su perfección exacta para las necesidades de Sadoc.

A los ocho meses, la espalda de Víctor estaba casi terminada y había numerosas figuras aisladas en todo su cuerpo. La delicada piel tendía a inflamarse si Sadoc la trabajaba en exceso y no deseaba que nada deformara su creación. En los brazos había figuras salvajes cuyas caras recordaban, sin ser retratos precisos, a numerosos personajes de la historia reciente. Sobre el pectoral derecho saltaba la inconclusa figura de un delfín encerrado en una burbuja traslúcida, tras una veladura que, Sadoc estaba seguro, jamás se había logrado antes en la piel humana. En la pierna del mismo lado se alzaba, curvada por la forma misma del rollizo miembro, una espada curva que lanzaba destellos gracias a una mezcla creada por Sadoc para introducir finísimas limaduras de platino bajo la piel. El cuerpo estaba cubierto aproximadamente en un cincuenta por ciento.
Ahora Sadoc estaba trabajando en el abdomen, un cerro vibrante, una meseta interminable que exigía de su máxima precisión. La piel cedía a la menor presión, lanzando oleadas de grasa que temblaban en todas direcciones. Sadoc creía ver en ocasiones ondas concéntricas que partían del punto donde estaba trabajando y crecían hasta rodear a Víctor. Pero el tacto de la piel bajo sus dedos, el fluir del color en los puntos que tocaba con la aguja, la minuciosidad, le hacían olvidar todo lo que no fuera el trabajo. Le fascinaba su muro humano, la textura de su piel, la sensación de estar trabajando sobre una superficie viva, elástica, palpitante, que respiraba y latía, en la que podía percibir el azul de las venas que le iba sugiriendo nuevas formas, trazos que no estaban en los bocetos.
Víctor lanzó un grito agudo.
¿Qué pasa? ¿Dolió mucho?
El dolor se acumula, se va haciendo cada vez más agudo. Necesito descansar.
Puedo seguir en la pierna izquierda mientras descansas —sugirió Sadoc. Sabía por la tensión en sus dedos que llevaba muchas horas trabajando en la misma sesión. Y, a la vez, no se sentía cansado. Deseaba continuar. En el muslo sugerido estaba por concluir una extraña figura alada que surgía de la tierra, rompiéndola poderosamente.
No, no. Ya basta. Por favor —pidió Víctor con tono infantil.
Está bien. ¿Quieres comer algo?
Sí. ¿Quedó jamón de ayer?
Sadoc asintió en silencio y fue a la cocina. Al tomar el plato vio que su mano temblaba por la fatiga. Era mejor detenerse, no arriesgarse a cometer un error imperdonable. Y sin embargo, Sadoc estaba furioso con Víctor por su grito, por su súplica de un descanso. No era la primera vez que sucedía. Es más, la frecuencia de las quejas había ido aumentando.
Luego de dar cuenta de la cena, Víctor se fue a dormir. Ambos habían olvidado que esa noche era el turno de una de las muchachas que asistían a servir a Víctor. Cuando sonó el timbre de la puerta, Sadoc supo lo que ocurriría.
Era una muchacha morena, en extremo agradable aunque a nadie se le hubiera ocurrido jamás llamarla hermosa. Sadoc no despertó a Víctor. En cambio, la condujo a su propia recámara y pasó con ella la mayor parte de la noche.

Anoche te vi —dijo Víctor acusadoramente cuando Sadoc entró a su recámara a la mañana siguiente.
¿Y?
Estabas con ella.
Tú te habías dormido. Pago mensualmente una suma bastante respetable. No se iba a desperdiciar.
¡Pero era mía! —chilló Víctor.
No. En todo caso es mía, se paga con mi dinero —dijo rígidamente Sadoc mirando a su ciclópeo huésped como nunca antes, apreciándolo en su humanidad que, aún en el tono infantil y desprotegido que acostumbraba, tenía rastros de osadía y de lucha. Se corrigió de inmediato—. Pero en verdad creí que estabas dormido. Si quieres la llamo para que venga hoy en la noche. O llamamos a cualquiera otra.
Víctor se encerró en un berrinche silencioso que habría de durar toda la mañana. Sadoc no quiso insistir y partió a preparar el desayuno.
Por primera vez Sadoc y Víctor entraban en conflicto. La muchacha no era importante. Jamás volvieron a hablar del asunto. Ninguno de los dos sabía siquiera su nombre y ella jamás volvió. Vinieron otras para complacer a Víctor, con una creciente curiosidad morbosa que inquietaba a Sadoc.
Es increíble —comentó una un mes después, tratando de iniciar una conversación casual con Sadoc antes de abandonar el departamento—. Me habían advertido las otras chicas, pero en verdad que jamás había visto algo así.
¿Así cómo? —quiso saber Sadoc.
Es... es monstruoso. Es buena persona pero...
Los ojos de la muchacha dijeron el resto.

Víctor estaba prácticamente prisionero, autoexiliado con Sadoc en su isla encantada. Jamás, desde que hicieran el trato y fuera por sus pocas propiedades, Víctor había sugerido siquiera algún interés en salir del departamento.
Habían pasado catorce meses.
El trabajo estaba a punto de terminarse.
Por un acuerdo jamás expresado verbalmente, las manos, el cuello y rostro de Víctor no habían sido tocados por la aguja del tatuaje. Podría así usar ropa que ocultara su secreto en público. Bastaba con su obesidad para hacerlo el blanco de todas las miradas.
Si logro todo lo que queremos —comentó Víctor un día, contemplándose las palmas de las manos mientras Sadoc trabajaba en una de sus rodillas—, volveré. Te traeré tu parte y quizá podríamos hacer algo en la cara y las manos. Si para entonces ya soy famoso. En San Francisco seré una sensación. Se pelearán por exhibirme. Seré el cuadro más famoso de Estados Unidos...
Sadoc dejó de oírlo. Le molestaba la tendencia de Víctor a hablar casi siempre en primera persona. No lo hacía maliciosamente, ni siquiera tratando de minimizar la labor de Sadoc. Sólo que daba por sentado que él saldría finalmente del departamento de Sadoc a cosechar triunfos mientras éste volvía al mostrador de la ahora casi olvidada librería de viejo. Y algún día, en un futuro impreciso, volvería a Sadoc trayendo el botín de las batallas que ganaría. De su fama, su fortuna y su éxito en el mundo.
Sadoc no deseaba decirle a Víctor qué tan cerca estaba de terminar, pero éste podía apreciar claramente que se acercaba el momento. Los espejos que había pedido para su cuarto le decían que pronto estaría en un avión, ocupando dos asientos, por supuesto, camino a los Estados Unidos.
Sadoc se encontró a sí mismo trabajando más lentamente, retocando detalles, buscando algún milímetro cuadrado de piel aún virgen.
Fue entonces que vio al caballo.
El caballo mitad animal y mitad robot, el Rocinante cibernético de un Quijote ausente, que esperaba por siempre cansado, pero alerta, a la altura de los riñones de Víctor.
Las precisas dimensiones del caballo estaban sutilmente alteradas. Se habían descompuesto, perdiendo equilibrio y majestad. Su composición ya no respondía a los cuidadosos bocetos, al minucioso trabajo de Sadoc.
Estás engordando —acusó el tatuajista.
Podría ser —respondió con despreocupación Víctor—. Después de todo había perdido algunos kilos cuando llegué aquí. Tú sabes, estaba llegando a mi límite...
¡Estás engordando! —gritó Sadoc interrumpiéndolo. En su tono de voz se descubría la lucha que se libraba en su cabeza, en sus músculos, en la médula de sus huesos. Deseaba dar rienda suelta a la furia. Deseaba contenerse. Estaba atrapado—. ¡Lo vas a arruinar todo! Si engordas, tu piel se estira, las figuras se deforman, se caricaturizan...
¡Perdón! —murmuró genuinamente preocupado Víctor—. No había pensado... nunca pensé en eso. Necesitaré una báscula. Bajar unos pocos kilos y mantenerme en mi peso. No será difícil. Pero jamás se me ocurrió...
La puerta se cerró violentamente detrás de Sadoc y Víctor se encontró disculpándose solo ante los espejos que multiplicaban su decorada enormidad.
Sadoc no volvió a entrar a la recámara de Víctor en todo el día. Se quedó silenciosamente sentado en un sofá, pensando, durante la mayor parte de la tarde. Luego salió a caminar, sin que por un solo instante se detuviera la asfixiante catarata de ideas que lo inundaba. Ideas que habían estado ahí, empollándose, durante meses. Ideas que le habían sugerido diversos momentos, palabras y acciones de Víctor, y que se habían transformado en una misteriosa alquimia controlada por el catalizador que era la creatividad de Sadoc y que ahora surgían todas a la vez. Ideas que quizá estaban ya maduras pero que se había negado a contemplar. Preguntas a las que había dado temerosamente la espalda.
Víctor, el titánico niño inseguro, ¿tendría la fortaleza necesaria para cuidar esa obra de arte que hoy lo cubría? ¿En su perpetua búsqueda de satisfacción acabaría en alguna oscura morgue de un pueblo perdido en las montañas de los Estados Unidos? Y quienes vieran a Víctor, quienes pagaran un precio por contemplarlo, ¿apreciarían la obra de arte de Sadoc o simplemente observarían a un monstruo por partida doble, y se lo señalarían a sus hijos para que rieran o sufrieran arcadas de asco? "Así puedes acabar si sigues comiendo esas cosas", podría amonestar una madre a sus pequeños.
Al volver de noche a su departamento, Sadoc llevaba muy presente la debilidad del corazón de Víctor, ese corazón obligado a empujar sin descanso la sangre de su mural por entre la opresiva grasa que, sin duda, se acumulaba en las arterias tanto como bajo la epidermis de Víctor.
Y llevaba muy presente también que hacía varios meses que el taxidermista no pagaba su renta.


Casa tomada

Por: Julio Cortazar



Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los secretos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé porqué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pull-over está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba a hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esta parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta central daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente del pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por le pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso se lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y en los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui hasta el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aún levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadrito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba enseguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos ahí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alto voz, me desvelaba en seguida).

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí el ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y en el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte, pero siempre sordos a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte- dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta el cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa?- le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.


Sunday, April 17, 2005

Torito

Por: Julio Cortazar



A la memoria de don Jacinto Cúcaro,
que en las clases de pedagogía del normal "Mariano Acosta",
allá por el año 30, nos contaba las peleas de Suárez.


Qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo todos te fajan. Todos, che, hasta el más maula. Te sacuden contra las sogas, te encajan la biaba. Andá, andá, qué venís con consuelos vos. Te conozco, mascarita. Cada vez que pienso en eso, salí de ahí, salí. Vos te creés que yo medesespero, lo que pasa es que no doy más aquí tumbado todo el día. Pucha que son largas las noches de invierno, te acordás del pibe del almacén cómo lo cantaba. Pucha que son largas... Y es así, ñato. Más largas que esperanza'e pobre. Fijáte que yo a la noche casi no la conozco, y venir a encontrarla ahora... Siempre a la cama temprano, a las nueve o a las diez. El patrón me decía: "Pibe, andáte al sobre, mañana hay que meterle duro y parejo". Una noche que me le escapaba era una casualidad. El patrón... Y ahora todo el tiempo así, mirando el techo. Ahí tenés otra cosa que no séhacer, mirar p'arriba. Todos dijeron que me hubiera convenido, que hice la gran macana de levantarme a los dos segundos, cabrero como la gran flauta. Tienen razón, si me quedo hasta los ocho no me agarra tan mal el rubio.
Y bueno, es así. Pa peor la tos. Después te vienen con el jarabe y los pinchazos. Pobre la hermanita, el trabajo que le doy. Ni mear solo puedo. Es buena la hermanita, me da leche caliente y me cuenta cosas. Quién te iba a decir, pibe. El patrón me llamaba siempre pibe. Dale áperca, pibe. A la cocina, pibe. Cuando pelié con el negro en Nueva York el patrón andaba preocupado. Yo lo juné en el hotel antes de salir. "Lo fajás en seis rounds, pibe", pero fumaba como loco. El negro, cómo se llamaba el negrito, Flores o algo así. Duro de pelar, che. Un estilo lindo, me sacaba distancia vuelta a vuelta. Áperca, pibe, metele áperca. Tenía razón el trompa. Al tercero se me vino abajo como un trapo. Amarillo, el negro. Flores, creo, algo así. Mirá como uno se ensarta, al principio me pareció que el rubio iba a ser más fácil. Lo que es la confianza, ñato. Me barajó de una piña que te la debo. Me agarró en frío el maula. Pobre patrón, no quería creer. Con qué bronca me levanté. Ni sentía las piernas, me lo quería comer ahí nomás. Mala suerte, pibe. Todo el mundo cobra al final. La noche del Tani, te acordás pobre Tani, qué biaba. Se veía que el Tani estaba de vuelta. Guapo el indio, me sacudía con todo, dale que va, arriba, abajo. No me hacía nada, pobre Tani. Y eso que cuando lo fui a saludar al rincón me dolía bastante la cara, al fin y al cabo me arrimó una buena leñada. Pobre Tani, vos sabés que me miró, yo le puse el guante en la cabeza y me reía de contento, no me quería reír, te imaginás que no era de él, pobre pibe. Me miró apenas, pero me hizo no sé qué. Todos me agarraban, pibe lindo, pibe macho, ah criollo, y el Tani quieto entre los de él, más chatos que cinco e'queso. Pobre Tani. Por qué me acuerdo de él, decime un poco. A lo mejor yo lo miré así al rubio esa noche. Qué sé yo, para acordarme estaba. Qué biaba, hermano. Ahora no vas a andar disimulando. Te fajóy se acabó. Lo malo que yo no quería creer. Estaba acostado en el hotel, y el patrón fumaba y fumaba, casi no había luz. Me acuerdo que hacía calor. Después me pusieron hielo, fijáte un poco yo con hielo. El trompa no decía nada, lo malo que no decía nada. Te juro que tenía ganas de llorar, como cuando ella... Pero para qué te vas a hacer mala sangre. Si llego a estar solo, te juro que moqueo. "Mala pata, patrón", le dije. Qué más le iba a decir. Él dale que dale al tabaco. Fue suerte dormirme. Como ahora, cada vez que agarro el sueño me saco la lotería. De día tenés la radio que trajo la hermanita, la radio que... Parece mentira, ñato. Bueno, te oís unos tanguitos y las transmisiones de los teatros. ¿Te gusta Canaro a vos? A mí Fresedo, che, y Pedro Maffia. Si los habré visto en el ringside, me iban a ver todas las veces. Podés pensar en eso, y se te acortan las horas. Pero a la noche qué lata, viejo. Ni la radio, ni la hermanita, y en una de esas te agarra la tos, y dale que dale, y por ahí uno de otra cama se rechifla y te pega un grito. Pensar que antes... Fijáte que ahora me cabreo más que antes. En los diarios salía que de pibe los peleaba a los carreros en la Quema. Puras macanas, che, nunca me agarré a trompadas en la calle. Una o dos veces, y no por mi culpa, te juro. Me podés creer. Cosas que pasan, estás con la barra, caen otros y en una de esas se arma. No me gustaba, pero cuando me metí la primera vez me di cuenta que era lindo. Claro, cómo no va a ser lindo si el que cobraba era el otro. De pibe yo peleaba de zurda, no sabés lo que me gustaba fajar de zurda. Mi vieja se descompuso la primera vez que me vio pelearme con uno que tenía como treinta años. Se creía que me iba a matar, pobre vieja. Cuando el tipo se vino al suelo no lo podía creer. Te voy a decir que yo tampoco, creéme que las primeras veces me parecía cosa de suerte. Hasta que el amigo del trompa me fue a ver al club y me dijo que había que seguir. Te acordás de esos tiempos, pibe. Qué pestos. Había cada pesado que te la voglio dire. "Vos metele nomás", decía el amigo del patrón. Después hablaba de profesionales, del Parque Romano, de River. Yo qué sabía, si nunca tenía cincuenta guitas para ir a ver nada. También la noche que me dio veinte pesos, qué alegrón. Fue con Tala, o con aquel flaco zurdo, ya ni me acuerdo. Lo saqué en dos vueltas, ni me tocó. Vos sabés que siempre mezquiné la cara. Si me llego a sospechar lo del rubio... Vos creés que tenés la pera de fierro, y en eso te la hacen sonar de una piña. Qué fierro ni que ocho cuartos. Veinte pesos, pibe, imagínate un poco. Le di cinco a la vieja, te juro que de compadre, pa mostrarle. La pobre me quería poner agua de azahar en la muñeca resentida. Cosas de la vieja, pobre. Si te fijás, fue la única que tenía esas atenciones, porque la otra... Ahí tenés, apenas pienso en la otra, ya estoy de vuelta en Nueva York. De Lanús casi no me acuerdo, se me borra todo. Un vestido a cuadritos, sí, ahora veo, y el zaguán de Don Furcio, y también las mateadas. Cómo me tenían en esa casa, los pibes se juntaban a mirarme por la reja, y ella siempre pegando algún recorte de Crítica o de Última Hora en el álbum que había empezado, o me mostraba las fotos del Gráfico. ¿Vos nunca te viste en foto? Te hace impresión la primera vez, vos pensás pero ése soy yo, con esa cara. Después te das cuenta que la foto es linda, casi siempre sos vos que estás fajando, o al final con el brazo levantado. Yo venía con mi Graham Paige, imaginate, me empilchaba para ir a verla, y el barrio se alborotaba. Era lindo matear en el patio, y todos me preguntaban qué sé yo cuánta cosa. Yo a veces no podía creer que era cierto, de noche antes de dormirme me decía que estaba soñando. Cuando le compré el terreno a la vieja, qué barullo que hacían todos. El trompa era el único que se quedaba tranquilo. "Hacés bien, pibe", decía, y dale al tabaco. Me parece estarlo viendo la primera vez, en el club de la calle Lima. No, era en Chacabuco, esperá que no me acuerdo, pero si era en Lima, infeliz, no te acordás del vestuario todo de verde, con más mugre... Esa noche el entrenador me presentó al patrón, resultaba que eran amigos, cuando me dijo el nombre casi me agarro de las sogas, apenas lo vi que me miraba yo pensé: "Vino para verme pelear", y cuando el entrenador me lo presentóme quería morir. Él no me había dicho nunca nada, de puro rana, pero hizo bien, así yo iba subiendo despacio, sin engolosinarme. Como el pobre zurdito, que lo llevaron a River en un año, y en dos meses se vino abajo que daba miedo. En ese entonces no era macana, pibe. Te venía cada tano de Italia, cada gallego que te daba miedo, y no te digo nada de los rubios. Claro que a veces la gozabas, como la vez del príncipe. Eso fue un plato, te juro, el príncipe en el ringside y el patrón que me dice en el camarín: " No te andés con vueltas, no te vayas a dejar vistear que para eso los yonis son una luz", y te acordás que decían que era el campeón de Inglaterra, o qué sé yo qué cosa. Pobre rubio, lindo pibe. Me daba no sé qué cuando nos saludamos, el tipo chamuyó una cosa que andá a entendele, y parecía que te iba a salir a pelear con galera. El patrón no te vayas a creer que estaba muy tranquilo, te puedo decir que él nunca se daba cuenta de cómo yo lo palpitaba. Pobre trompa, se creía que no me daba cuenta. Che, y el príncipe ahíabajo, eso fue grande, a la primera finta que me hace el rubio le largo la derecha en gancho y se la meto justo justo. Te juro que me quedé frío cuando lo vi patas arriba. Qué manera de dormir, pobre tipo. Esa vez no me dio gusto ganar, más lindo hubiera sido una linda agarrada, cuatro o cinco vueltas como con el Tani o con el yoni aquél, Herman se llamaba, uno que venía con un auto colorado y una pinta bárbara... Cobró, pero fue lindo. Qué leñada, mama mía. No quería aflojar y tenía más mañas que... Ahora que para mañas el Brujo, che. De donde me lo fueron a sacar a ése. Era uruguayo, sabés, ya estaba acabado pero era peor que los otros, se te pegaba como sanguijuela y andá sacátelo de encima. Meta forcejeo, y el tipo con el guante por los ojos, pucha me daba una bronca. Al final lo fajé feo, me dejó un claro y le entré con una ganas... Muñeco al suelo, pibe. Muñeco al suelo fastrás... Vos sabés que me habían hecho un tango y todo. Todavía me acuerdo un cacho, de Mataderos al centro, y del centro a Nueva York... Me lo cantaban por todos lados, en los asados, por la radio... Era lindo oírse en la radio, che, la vieja me escuchaba todas las peleas. Y vos sabés que ella también me escuchaba, un día me dijo que me había conocido por la radio, porque el hermano puso la pelea con uno de los tanos... ¿Vos te acordás de los tanos? Yo no sé de dónde los iba a sacar el trompa, me los traía fresquitos de Italia, y se armaban unas leñadas en River... Hasta me hizo pelear con dos hermanos, con el primero fue colosal, al cuarto round se pone a llover, ñato, y nosotros con ganas de seguirla porque el tanito era de ley y nos fajábamos que era un contento, y en eso empezamos a refalar y dale al suelo yo, y al suelo él... Era una pantomima, hermano... La suspendieron, que macana. A la otra vez el tano cobró por las dos, y el patrón me puso con el hermano, y otro pesto... Qué tiempos, pibe, aquí sí era lindo pelear, con toda la barra que venía, te acordás de los carteles y las bocinas de auto, che, qué lío que armaban en la popular... Una vez leí que el boxeador no oye nada cuando está peleando, qué macana, pibe. Claro que oye, vos te creés que yo no oía distinto entre los gringos, menos mal que lo tenía al trompa en el rincón, áperca, pibe, dale áperca. Y en el hotel, y los cafés, qué cosa tan rara, che, no te hallabas ahí. Después el gimnasio, con esos tipos que te hablaban y no les pescabas ni medio. Meta señas, pibe, como los mudos. Menos mal que estaba ella y el patrón para chamuyar, y podíamos matear en el hotel y de cuando en cuando caía un criollo y dale con los autógrafos, y a ver si me lo fajás bien a ese gringo pa que aprendan cómo somos los argentinos. No hablaban más que del campeonato, qué le vas a hacer, me tenían fe, che, y me daban unas ganas de salir atropellando y no parar hasta el campeón. Pero lo mismo pensaba todo el tiempo en Buenos Aires, y el patrón ponía los discos de Carlitos y los de Pedro Maffia, y el tango que me hicieron, yo no sési sabés que me habían hecho un tango. Como a Legui, igualito. Y una vez me acuerdo que fuimos con ella y el patrón a una playa, todo el día en el agua, fue macanudo. No te creas que podía divertirme mucho, siempre con el entrenamiento y la comida cuidada, y nada que hacerle, el trompa no me sacaba los ojos. "Ya te vas a dar el gusto, pibe", me decía el trompa. Me acuerdo cuando la pelea con Mocoroa, esa fue pelea. Vos sabés que dosmeses antes ya lo tenía al patrón dale que esa izquierda va mal, que no dejés entrar así, y me cambiaba los sparrings y meta salto a la soga y bife jugoso... Menos mal que me dejaba matear un poco, pero siempre me quedaba con sed de verde. Y vuelta a empezar todos los días, tené cuidado con la derecha, la tirás muy abierta, miráque el coso no es macana. Te creés que yo no lo sabía, más de una vez lo fui a ver y me gustaba el pibe, no se achicaba nunca, y un estilo, che. Vos sabés lo que es el estilo, estás ahí y cuando hay que hacer una cosa vas y la hacés sobre el pucho, no como esos que la empiezan a zapallazo limpio, dale que va, arriba abajo los tres minutos. Una vez en El Gráfico un coso escribió que yo no tenía estilo. Me dio una bronca, te juro. No te voy a decir que yo era como Rayito, eso era para ir a verlo, pibe, y Mocoroa lo mismo. Yo qué te voy a decir, al rato de empezar ya veía todo colorado y le metía nomás, pero no te vas a creer que no me daba cuenta, solamente que me salía y si me salía bien para qué te vas a afligir. Vos ves cómo fue con Rayito, está bien que no lo saqué pero lo pude. Y a Mocoroa igual, qué querés. Flor de leñada, viejo, se me agachaba hasta el suelo y de abajo me zampaba cada piña que te la debo. Y yo meta a la cara, te juro que a la mitad ya estábamos con bronca y dale nomás. Esa vez no sentí nada, el patrón me agarraba la cabeza y decía pibe no te abrás tanto, dale abajo, pibe, guarda la derecha. Yo le oía todo pero después salíamos y meta biaba los dos, y hasta el final que no podíamos más, fue algo grande. Vos sabés que esa noche después de la pelea nos juntamos en un bodegón, estaba toda la barra y fue lindo verlo al pibe que se reía, y me dijo qué fenómeno, che, cómo fajás, y yo le dije te gané pero para mí que la empatamos, y todos brindaban y era un lío que no te puedo contar... Lástima esta tos, te agarra descuidado y te dobla. Y bueno, ahora hay que cuidarse, mucha leche y estar quieto, qué le vas a hacer. Una cosa que me duele es que no te dejan levantar, a las cinco estoy despierto y meta mirar p'arriba. Pensás y pensás, y siempre lo malo, claro. Y los sueños igual, la otra noche, estaba peleando de nuevo con Peralta. Por qué justo tengo que venir a embocarla en esa pelea, pensá lo que fue, pibe, mejor no acordarse. Vos sabés lo que es toda la barra ahí, todo de nuevo como antes, no como en Nueva York, con los gringos... Y la barra del ringside, toda la hinchada, y unas ganas de ganar para que vieran que... Otra que ganar, si no me salía nada, y vos sabés cómo pegaba Víctor. Ya sé, ya sé, yo le ganaba con una mano, pero a la vuelta era distinto. No tenía ánimo, che, el patrón menos todavía, qué te vas a entrenar bien si estás triste. Y bueno, yo aquí era el campeón y él me desafió, tenía derecho. No le voy a disparar, no te parece. El patrón pensaba que le podía ganar por puntos, no te abrás mucho y no te cansés de entrada, mirá que aquél te va a boxear todo el tiempo. Y claro, se me iba para todos lados, y después que yo no estaba bien, con la barra ahí y todo te juro que tenía un cansancio en el cuerpo... Como modorra, entendés, no te puedo explicar. A la mitad de la pelea la empecé a pasar mal, después no me acuerdo mucho. Mejor no acordarse, no te parece. Son cosas que para qué. Me quisiera olvidar de todo. Mejor dormirse, total aunque soñés con las peleas a veces le acertás una linda y la gozás de nuevo. Como cuando el príncipe, qué plato. Pero mejor cuando no soñás, pibe, y estás durmiendo que es un gusto y no tosés ni nada, meta dormir nomás toda la noche dale que dale.



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